La adicción como escapismo, la culpa como condena, la amputación emocional y la muerte como emancipación, son las cuatro potentes y reflexivas vertientes temáticas de “La ballena”, el devastador, agobiante y crudo largometraje del controvertido pero no menos talentoso realizador independiente norteamericana Darren Aronofsky, que obtuvo, el pasado 12 de marzo, los premios Oscar de la Academia de Hollywood en las categorías Mejor Actor y Mejor Maquillaje.
La película le permitió consagrarse definitivamente al actor Brandon Fraser, quien ganó la preciada estatuilla dorada por su magistral papel protagónico en esta historia, luego de una prolongada ausencia de los estudios cinematográficos, por razones multicausales.
El aclamado cineasta tuvo la virtud de rescatar a Fraser del ostracismo, quien permaneció alejado de la escena artística a causa de una aguda depresión provocada por su divorcio, la muerte de su madre, varias intervenciones quirúrgicas y el acoso sexual que padeció por parte de un conocido crítico y productor cinematográfico gay.
A raíz de todas estas adversas situaciones, el actor se transformó en un desenfrenado adicto a la comida y naturalmente aumentó considerablemente de peso, situación que lo fue marginando de la industria cinematográfica.
Como se recordará, Fraser brilló con luz propia en películas meramente pasatistas, como “La momia” y “Viaje al centro de la Tierra” y las comedias “George de la selva” y “Blast from the past”. Esos títulos, sumados a un físico privilegiado que le ganó la veneración particularmente del público femenino, lo erigieron en un ícono del cine liviano y meramente gastronómico.
Sin embargo, Aronofsky, que es un creador muy sagaz e inteligente, descubrió en él a un intérprete ideal para encarnar al docente hiperobeso que protagoniza esta película y, de ese modo, lo relanzó al estrellato en el cine dramático. No en vano, Fraser logró el Oscar, un premio más que justificado por un despliegue histriónico realmente inconmensurable, que es una auténtica clase de interpretación y remueve y conmueve hasta las lágrimas.
El director neoyorkino, que es un artista controvertido por la extrema crudeza y realismo de su breve pero brillante carrera fílmica, es reconocido por recordadas producciones dramáticas como “Réquiem para un sueño”, “Pi”, “El cisne negro” y “El luchador”, que, en todos los casos se nutren de personajes complejos y decadentes.
En efecto, la obra de Aronofsky, que es particularmente cine de actores más allá de su esmerado guionado y su ácido discurso argumental, remueve por la explicitud y despiadada frontalidad de sus relatos, que se apoyan siempre en personajes desencantados, a menudo marginados y en otros casos radicalmente alienados. Es el caso de los protagonistas de “Réquiem para un sueño”, quienes padecen una adicción autodestructiva, de la enajenada y obsesiva bailarina de “Cisne negro” (magistral Natalie Portman, que ganó el Oscar) y del deportista enfermo y decadente de “El luchador”, encarnado por un descollante Mickey Rourke.
Esta película tiene la impronta de un cineasta tan icónico como controversial, que desestima todo eventual abordaje complaciente y suele conmover a las audiencias con una propuesta dura, implacable y si se quiere hasta irreverente, que expone la realidad cotidiana siempre en carne viva.
En este caso, pone su foco nada menos que en el sobrepeso, que afecta casi al 30% de la humanidad. En el caso concreto de Uruguay, esta patología es aun más aguda e inquietante, ya que, según las últimas encuestas disponibles, aqueja a más del 60% de la población adulta y al 40% de los niños.
Tradicionalmente, el cine ha incursionado en este tema con un talante más bien liviano o satírico, ligando la gordura casi siempre al humor y al ridículo o a personajes deleznables, en producciones de clase B y de consumo meramente gastronómico.
En “La ballena”, la obesidad se transforma en un verdadero tormento para Charlie (Brendan Fraser), un profesor de literatura que pesa bastante más de doscientos kilos, lo cual lo obliga a permanecer todo el día sentado, con oxígeno y casi sin moverse, porque le falta el aire y padece una hipertensión crónica. Por supuesto, para movilizarse lo mínimo dentro de su casa requiere de un andador y en ocasiones de una silla de ruedas.
Este obeso mórbido, cuya salud se deteriora gravemente día a día, imparte clases por Zoom, aunque no se deja ver en la pantalla por sus alumnos. Evidentemente, tiene vergüenza que sus discípulos descubran su grotesca anatomía.
Su único vínculo permanente con el mundo exterior es Liz (Hong Chau), una enfermera e incondicional amiga que lo consuela en su padecimiento, lo auxilia y le brinda atención médica hasta donde puede. Obviamente, le advierte que su vida está en peligro, pero no logra convencerlo de que se hospitalice.
Los otros personajes de este drama con formato teatral, que se desarrolla exclusivamente dentro de un espacio cerrado, son Thomas (Ty Simpkins), un joven que se autodefine como misionero de la Iglesia Nueva Vida, que intenta redimir al devastado docente, Dan (Sathya Sridharan), un delivery de ascendencia hindú que le entrega cotidianamente las pizzas y Ellie Sarsfield (Sadie Sink), una hija de apenas 16 años, que el protagonista abandonó para convivir con su pareja homosexual.
Aunque el problema más grave que padece es por supuesto su salud que está quebrantada y realmente al límite, también arrastra la pesada culpa por haber abandonado su hogar y a Ellie y el intenso dolor provocado por el suicidio de su novio, que otrora fue uno de sus estudiantes.
Lo cierto es que la vida de este hombre es un verdadero martirio y sus rutinas están encaminadas a seguir acercándose aceleradamente a la muerte. En efecto, todos los días ingiere tres inmensas pizzas enteras y abundante comida chatarra, hasta que su extenuado y enfermo sistema digestivo rechaza tanto exceso y lo fuerza a vomitar el excedente. En efecto, como sucede en el caso de todos los adictos al alimento, su gula y voracidad no se detiene ante nada ni ante nadie, porque se está castigando a sí mismo. Obviamente, actúa con la misma lógica del protagonista de “Réquiem para un sueño”, que se droga incesantemente hasta provocarse una sobredosis letal.
Esa es la misma actitud que asume este agobiado hombre, que también ingiere una sobredosis de comida basura, con el propósito de seguirse autodestruyendo lentamente.
Empero, tal vez más terrible que esa invalidez que le impide estar parado apenas un minuto o agacharse para tomar una llave del piso, es su tensa y conflictiva relación con su hija, que lo odia y que le reprocha permanentemente su actitud de abandonarla.
En efecto, los diálogos entre ambos son tan ásperos como despiadados, porque la joven lo agravia y lo humilla verbalmente, en una suerte de vínculo disfuncional sin eventuales posibilidades de reconciliación.
En el dramático epicentro de este infierno, que emula a una tragedia griega, aflora una reflexión literaria que tiene un fuerte vínculo con la peripecia del personaje: “Moby Dick”, el siempre vigente clásico de Herman Merville, que narra la historia del inválido capitán de un buque arponero que se lanza raudamente a la caza de la ballena blanca que le amputó una pierna. No en vano, el autor de esta novela fue un personaje polémico, por narrar en sus libros vínculos íntimos entre hombres y por su factible homosexualidad, que para la mentalidad del siglo XIX era una suerte de escándalo de reales proporciones.
Más allá de eventuales opciones sexuales, existe un claro parangón entre el protagonista de la película y el del libro, porque ambos asumen riesgos, conscientes de la gravedad de las consecuencias y por su alienada y obsesiva predisposición a la autoeliminación.
El personaje central de este film es el prototipo del antihéroe de las películas de Aronofsky, porque se castiga deliberadamente a sí mismo y no le teme a las consecuencias de sus actos. Por el contrario, sabe que le queda poco tiempo y acelera el proceso. No en vano, el relato transcurre en su última semana de vida.
Como en películas precedentes del autor, la redención no parece ser una opción válida, por más que los errores que cometen los personajes de sus películas son profundamente humanos.
Obviamente, este hombre se odia a si mismo y teme incluso mirarse al espejo, porque su aspecto para personas con prejuicios resulta realmente “repugnante”, como lo califica su propia hija.
En tal sentido, el trabajo de maquillaje –que fue premiado con un Oscar- resultó fundamental para transformar al premiado actor en una inmensa mole de grasa. En ese marco, los especialistas armaron, mediante tecnología de impresión 3D, una prótesis a la medida del cuerpo del intérprete, que lo hace verse como una persona de más de doscientos kilogramos. La prótesis superaba largamente los cien kilos y su colocación insumía más de seis horas diarias, lo cual ciertamente justifica la valoración de la Academia de Hollywood en este rubro.
“La ballena” es una película no apta para personas excesivamente sensibles, que pueden experimentar un fuerte impacto con lo que observan, pero particularmente con la actuación de antología de Brandon Fraser, que mereció uno de los premios Oscar mejor otorgados de la historia del cine.
En efecto, este film que por momentos deviene en una auténtica pesadilla, indaga en temas tan sensibles como la adicción, la culpa, la vergüenza, la homosexualidad, el odio, la evasión, el improbable perdón y, por supuesto, el amor, que casi siempre trasciende a la distancia física y hasta a la muerte.
Empero, de todos estos conceptos el más relevante es sin dudas la culpa, que en este caso concreto es realmente abrumadora. Por supuesto, según lo ha definido recurrentemente la psicología- tanto la cognitivo conductual como la freudiana- esta traumática contingencia conlleva casi siempre una impronta autodestructiva, en la medida que quien experimenta este karma casi nunca se perdona a sí mismo.
En tal sentido, esta tan impactante como valiosa película, que más allá de la mera ficción cinematográfica adquiere una dimensión testimonial, es un drama realmente asfixiante y de atmósfera cuasi pesadillesca, que remueve de pies a cabeza y conmueve hasta las lágrimas. No en vano, reflexiona sobre los conflictos subyacentes inherentes a la condición humana, los rotos vínculos interpersonales y la más cruda amputación emocional, que conduce inexorablemente hacia otras patologías bastante más graves, muchas de ellas sin retorno y obviamente letales.
FICHA TÉCNICA
La ballena (The Whale), Estados Unidos. 2022. Dirección: Darren Aronofsky. Guión: Samuel D. Hunter. Fotografía: Matthew Libatique. Edición: Andrew Weisblum. Música: Rob Simonsen. Reparto actoral: Brendan Fraser, Hong Chau, Sadie Sink, Samantha Morton y Ty Simpkins.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
(Síganos en Twitter y Facebook)
INGRESE AQUÍ POR MÁS CONTENIDOS EN PORTADA
Las notas aquí firmadas reflejan exclusivamente la opinión de los autores.
Más del Autor:
- CINE | “La culpa”: Trabajo insalubre
- “La forma del agua”: Una fantasía alegórica
- CINE | “Entre navajas y secretos”: Burgueses sospechosos
- CINE | “Había una vez en Hollywood”: La degradación de los mitos
- CINE | “Nace una estrella”: Entre esplendores y tragedias
- CINE: “Dos noches hasta mañana” | El amor como catarsis
- Sobreviviendo en la periferia de la sociedad