El inconmensurable poder del talento, los delirios de grandeza, la alienación y el abuso de autoridad con fines espurios, son los cuatro osados y controvertidos ejes temáticos que desarrolla “Tár”, un complejo e intenso largometraje de impronta dramática, que destaca por su minucioso retrato psicológico de la condición humana, con todos los esplendores, contradicciones y miserias subyacentes.
No en vano, la protagonista de esta historia dirigida por el realizador Todd Field llamada precisamente Lydia Tar (Cate Blanchett), es una afamada directora de orquesta sinfónica que aspira a llegar al cenit de su carrera, tomando a la batuta como símbolo de poder y de igualación con el sexo masculino, que históricamente ha monopolizado la dirección de orquestas, acorde a la hegemonía patriarcal de la sociedad. En ese contexto, apelará a los recursos más espurios para concretar sus aviesos propósitos.
La película, que gira en todo su metraje sobre el eje de la protagonista, se inicia precisamente con la presentación de su profuso currículo, a través de una entrevista que no es ficción, con el afamado periodista y especialista Adam Gopnik.
Este encuentro da cuenta de los descollantes logros de la mujer en el campo artístico, así como de su sabiduría y sus legítimas aspiraciones de brillar con luz propia en un territorio casi siempre reservado a los hombres.
Desde esa secuencia, se advierte claramente la impronta personal de una mujer impetuosa y temperamental, que profesa, aunque no lo confiese explícitamente, una intensa militancia feminista.
En efecto, contrariamente a lo que es habitual, ella no se conformará con un rol meramente marginal ni con ser una concertista destacada. La protagonista quiere manejar todos los resortes de la puesta escena y de la dirección musical de ese ensemble orquestal, que considera propio.
Empero, obviamente no se conforma con desempeñar ese papel protagónico. También incurre en conductas políticamente incorrectas para el statu quo machista hegemónico, como mantener una relación sentimental obviamente de naturaleza lésbica con la primera violinista de la orquesta.
Aunque tal vez para la mirada de la psicología como herramienta terapéutica su conducta responda a un problema de baja autoestima, lo cierto es que su proceder demuestra todo lo contrario, cuando ejerce un férreo y disciplinado control sobre todos los integrantes de la orquesta que dirige.
Empero, Lydia no está sola en el mundo porque tiene una hija, con quien mantiene un vínculo conflictivo que pone entre ellas un océano de distancia.
Contrariamente a lo que se podría pensar, el relato no transcurre únicamente en teatros donde se celebran conciertos, en los cuales la directora demuestra su talento y su indudable capacidad de conducción de grupos artísticos, pese a que ese es sin dudas el hábitat natural de la artista.
Muy por el contrario, la narración se centra particularmente en los conflictos emergentes de esos vínculos habitualmente tóxicos y contaminados por la envidia y el narcisismo más rampante y exacerbado.
Empero, esas conductas radicalmente irracionales que responden sin dudas a pulsiones de naturaleza patológica, tienen sus costos sociales, conocidos contemporáneamente como cancelación.
¿Qué es realmente la cancelación en el lenguaje de la posmodernidad? Ni más ni menos que la condena de la sociedad, que discurre, como una suerte de torbellino, a través de las redes sociales. En lenguaje corriente, sería un escrache, que en algunos casos es una respuesta a conductas deleznables y en otros una suerte de epidemia colectiva que caracteriza a nuestro tiempo.
En ese contexto, influye en forma determinante la tecnología de este tercer milenio, canalizada particularmente a través del smartphones, que permiten capturar y procesar audios y hasta filmaciones.
Bien lo saben los uruguayos más o menos interesados por la política, que se han enterado en los últimos meses de inmorales casos de corrupción amparadas por el paraguas del poder político, como en el caso de las actividades ilícitas del hoy procesado delincuente y ex custodio presidencial Alejandro Astesiano.
En ese contexto, esos recursos, recurrentemente utilizados por la clase política vernácula y en otro sentido por los jóvenes, se transforman en un enemigo letal de la protagonista.
Esa ofensiva contra esta mujer tan brillante como inescrupulosa por su predisposición al acoso y la violencia real y simbólica, arroja luz sobre episodios oscuros que rayan en el delito, como el suicidio de una “protegida” suya, que fue presionada y martirizada por la directora.
La película pone en el tapete un eterno dilema y un interrogante que asume dimensiones tan dramáticas como contradictorias:¿es posible separar el talento y la brillantez artística de un personaje de su eventual amoralidad?
En este caso, lo que pesa no es la condición de lesbiana de la protagonista, sino su guerra sucia contra sus eventuales competidoras y el cuadro patológico que la transforma en una auténtica dictadora, aunque sus métodos de control sean en muchas oportunidades tan sutiles como soterrados.
En tal sentido, la película corrobora, como han sucedido con tantos astros caídos en desgracia en Hollywood por casos de abuso y acoso, que no hay ningún pedestal que no pueda derrumbarse por más alto y encumbrado que este sea.
Si no fuera porque Todd Field es un cineasta reconocido y prestigioso y Kate Blanchett una actriz comprometida, esta sería una película de impronta misógina y reaccionaria, porque modifica radicalmente los roles y los estereotipos habituales, ya que, en este caso concreto, la abusadora es la mujer y no el hombre.
Empero, aquí la situación es totalmente diferente. Este largometraje corrobora que, más allá de singularidades biológicas, cuestiones de género y eventuales sensibilidades, la naturaleza humana es una sola.
En efecto, en este valioso film, como en la vida cotidiana, los conflictos y las disputas de poder se dirimen siempre en todos los terrenos: en el político, en el social y, obviamente, en el artístico.
Este es el caso de esta propuesta cinematográfica que justificadamente ha obtenido varias nominaciones a los premios Oscar que serán entregados el domingo 12 de marzo.
Así como la naturaleza espuria del control político y social es presentada magistralmente por el novelista británico George Orwell en su notable obra de anticipación “1984” y por el eminente historiador francés Paul-Michel Foucault en su célebre panóptico, esa pulsión autoritaria es habitual también en la vida cotidiana, donde todos parecemos estar bajo vigilancia por parte de los gobiernos, las potencias hegemónicas y los agentes económicos que ostentan el monopolio del mercado.
Aunque muchas situaciones de abuso permanezcan impunes amparadas en el paraguas de quienes detentan el poder institucional, el económico o el judicial, la tecnología ha permitido democratizar las relaciones, aunque en algunos casos los mensajes se tornen agraviantes y contaminantes.
Además de estas conductas radicalmente alienadas, esta película corrobora también que algunos círculos elitistas apuntan a confinar a la cultura a un ámbito exclusivo y vedado a la mayoría de los mortales, en una deleznable actitud de rampante egoísmo y desprecio por el otro.
En ese contexto, la soberbia se transforma en una enfermedad cuasi crónica y epidémica, que descarta toda eventual autocrítica. Eso le sucede a muchos brillantes exponentes del firmamento artístico que se ufanan de ser una suerte de semidioses, sustentados en algunos casos en su talento y en otros en una poderosa máquina promocional de mercado que los eleva a un cenit sólo reservado para los íconos.
Cuando ese pedestal se derrumba por el poder aparentemente insignificante pero cuantitativamente significativo que subyace en la masa, los costos suelen ser realmente dramáticos y, en algunos casos irreversibles, porque, más allá de eventuales tolerancias, las estrellas están permanentemente sometidas al escrutinio colectivo, a más presiones y mayores exigencias.
No en vano, la protagonista cae en desgracia y sus planes de dirigir a la orquesta más importante del mundo naufragan amargamente, hasta transformarse en un auténtico suplicio y devenir en amarga frustración y marginación.
Si no fuera porque “Tár” transcurre en otros tiempos y territorios históricos, bien podríamos paragonarla con “La caída de los dioses” (1969), obra maestra del inconmensurable cineasta italiano Luchino Visconti, que narra la historia de una familia aristocrática alemana aplastada por la barbarie nazi. En este caso, también el tema central es la lucha por el poder, aunque su naturaleza es política, social y económica.
“Tár” es un film de soberbia factura creativa acorde al reconocido prestigioso de su creador, que desnuda, sin ambages, la radical patología de la ambición, la soberbia y la egolatría, así como las conductas inmorales de una persona que –poco importa en este caso el sexo o en género- no duda en incurrir en sórdidas prácticas de abuso con tal de alcanzar sus propósitos.
Un espectáculo aparte es realmente la inconmensurable interpretación protagónica de la icónica actriz australiana Kate Blanchett, que aspira a su tercer premio Oscar en la mágica noche hollywoodense del 12 de marzo, quien, en un papel sin dudas muy jugado, encarna en esta memorable película a una mujer tan brillante como temperamental, perversa, alienada, conflictiva y enrevesada, que condensa en su persona todas las miserias de la siempre contradictoria y no menos errática condición humana.
FICHA TÉCNICA
Tár (Estados Unidos 2022). Guión y dirección: Todd Field. Fotografía: Florian Hoffmeister. Edición: Monika Willi. Música: Hildur Guonadóttir. Reparto: Cate Blanchett, Noémie Merlant, Nina Hoss, Sophie Kauer, Mark Strong, Julian Glover, Allan Corduner y Sylvia Flote.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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