LAS ABIERTAS VENTANAS
(Las ventanas de Cecilia)
La única verdad es la verdad de la imaginación”
Cecilia Cardoso Linn
Desde dentro puede verse, por la ventana, lo de afuera, pero también de afuera se puede ver hacia adentro. Puedes abrir la ventana a tu interior y puedes mirar por la que te muestra el exterior. Tienes la ventana del recuerdo que en ocasiones se abre y destapa olores antiguos y momentos felices. En algún caso deberás darle la espalda a la ventana o taparla, llenándola de olvido. Pero siempre mirarás sin ser vista: voyeur, viajera del tiempo.
Es verdad, Cecilia Cardoso Linn construye, en su primer libro de cuentos, “La canción de la niebla”, un total de quince relatos que reflejan un mundo desigual y complicado pero con la adición, la esperanza, de la inocencia infantil y la felicidad. Está dividido en tres secciones: Secretos bien guardados, Una luz violenta y El amor que nos persigue, donde las ventanas (literales y metafóricas) juegan un papel fundamental. La mayoría de los cuentos suceden en ambientes cerrados.
Si bien este es su primer libro de cuentos, ya había publicado en antologías (“Señal de partida”, en 1995, y “Palabras en juego”, en 2002). La también profesora de inglés egresada del British Schools y del Liceo Francés, concurrió a talleres literarios en distintas épocas, en especial con Milton Schinca durante once años, y luego de forma particularizada con Fernanda Trías y últimamente con la escritora Helena Corbellini, quien fue la editora de este libro.
La presentación de “La canción de la niebla” se realizó en el Castillo Pitamiglio con un público cercano al centenar de personas y hubo palabras de Tomás Linn (muy aplaudido) y Helena Corbellini, que había venido expresamente desde Barcelona, España, donde vive y que se mostró muy emocionada por esta publicación.
Una particularidad es la edición del libro en una editorial nueva, que desde Colonia intenta irradiarse a toda la región. Hurí, Arte y Edición, de Leonardi Lesci, apuesta a un formato distinto y a un diseño propio, con muy buena calidad material, es decir apuesta a la excelencia y la dedicación, tanto en poesía como en narrativa. Este libro, en particular, tiene un formato más grande que el común (22,5 cm. x 15,7 cm.) y la tapa tiene un excelente dibujo de Luciano Solari Cardoso, familiar de la autora.
El concepto de ventana incluye la fenestra (finistra en latín y en griego) y luego venta por viento en portugués, y también ventanear (que es la acción de asomarse a la ventana), ventanal (ventana grande), ventanero (“hombre que mira a las mujeres piluchas por la ventana”, o sea las mujeres con poca o nada de ropa, o viceversa), pero también en psicología se habla de ventana como de las zonas comunes entre los otros y nosotros mismos. Incluye todo lo que dejamos ver a los demás, lo que comunicamos abiertamente, y lo que no.
E incluso, a saber: “La ventana de Johari” (Joseph Luft y Harry Ingham, procesos de interacción humana), que es una herramienta de psicología cognitiva, con cuatro cuadrantes (Abierto o libre, Oculto, Ciego, y Desconocido, perdido y oscuro) intenta un autoconocimiento hasta lograr que la persona pueda funcionar de modo armónico, sin miedo a que los demás sepan todo de uno. Sin miedo de tener que ocultar hechos pasados.
Que es, efectivamente, lo que sucede en estos cuentos.
De la luz nace la oscuridad
Es hora de salir.
El cuento “La canción de la niebla”, que le da nombre al libro, transcurre en un ambiente vaporoso. Las figuras de los tres hombres del otro lado de la ventana parecen apenas unas siluetas, unos maniquíes que, sin embargo, hacen movimientos, porque “la niebla tiene una invisibilidad profunda…” Aunque no total, es pegajosa y cuesta levantar los zapatos del suelo. En esas brumas se abre paso el recuerdo. Surge lo que aún es herida abierta y que no hay modo de cerrar sino confrontándolo con la realidad. “Lo nuestro no puede ser”, se dirá, y entonces hay que volver a replantearse lo leído —leer de vuelta—, llegar a desentrañar el conflicto de otra manera, de abordarlo desde otro costado.
De todas formas, queda la soledad, ahíta.
Saber “por qué pasó lo que pasó” es lo que intentará desentrañar el personaje y nosotros con él.
En “Sábado” hay alguien detrás de otra ventana y esa imagen es el centro del cuento. Hay algo, no muy definido, un bucle de tiempo, que dura una hora según nuestros relojes pero al personaje femenino lo envuelve en un fenómeno atemporal que lo cambia todo y de ahí en más se planteará la actitud con la que ha de presentarse ante la vida. ¿Qué pasaría si en el mundo desaparecieran los hombres?, es la pregunta y la idea deslizada para que la conducta patriarcal de unos muchos y otras no caigan sobre todos.
Del otro lado, salvando el vacío hasta llegar a la ventana del edificio de enfrente, a la misma altura, la persona se transforma en holograma, como si fuera sueño, proyección, sombra, realidad virtual, porque al final nada es lo que parece, y lo que es ya ha sido escrito o entrevisto. Como en un juego de espejos.
“Las veteranas y las niñas son felices” concluye y nos dice que al final somos como niños, o niñas —porque los personajes en estos cuentos siempre refieren desde lo femenino—, tenemos ganas de saltar y saltamos, porque sí nomás, no hay ley que se precise para ello, y eso es la libertad.
“Insomnio” a cierta edad termina siendo un problema ya sin mucho remedio y los métodos disuasivos ya no funcionan. La televisión nos ofrece lo mismo: el ver sin ser visto, y lo mejor es mirar lo que está del otro lado sin que la noche nos atraviese. Son tres hermanas, ancianas: Cora siempre quejosa, con dolor en la pierna, Beba, la menor, “antes tan divertida, liberal y ocurrente ahora es otra Beba: seca, avinagrada, santurrona, prendida al rosario. Con los ojos irritados por no quitarse los lentes de contacto de noche. Terca”. (p. 35) Y Sara, que es medio sorda. Es entonces que recordará de cuando se sentó frente al ventanal, a ver pasar lo que de viento ofrece la vida, porque de este lado sólo la esperará la muerte.
El papel de la ventana queda explicitado: “Por la ventana ve que un joven de pelo oscuro, atado hacia atrás en una colita, ha entrado en el living. La camiseta y la malla de baile ceñidas permiten distinguir un físico musculoso y bien trabajado. No hay muebles. Las paredes son espejos y un aparato de música lo espera pasivo en un rincón. El muchacho se le acerca y al instante se ven las lucecitas verdes. Se apoya en una barra y comienza una rutina con pliés. Ni un acorde escapa por el ventanal hermético”. (p. 36)
“Piso 30” establece una coordenada distinta en cuanto a la altitud, pero sigue teniendo personajes en encierro, aunque en este caso es una interacción entre grupos humanos distintos, representados en estereotipos (los jóvenes ricos, yuppies, el repartidor de comida, la vieja a la que siempre le parece mal todo, y, fundamentalmente, el hombre distinto que sube un día y parece que logra tocar el cielo). La anécdota termina siendo jocosa, pero entretanto —como sainete— hay un toma y daca desde el diálogo.
De refilón se cuela la cuestión social, la injusticia y los distintos criterios sobre las cosas, las miradas y puntos de vista, y luego se ridiculiza el accionar de los distintos personajes según su propia posición y sus posibilidades, mostrando la superioridad falsa de un sector medio alto de la sociedad.
Los pasajeros corrientes del ascensor son disecados y criticados por las apariencias que tratan de imponer (se) y por la forma de hablar, las palabras y los términos que utilizan. Incluso el hombre de traje azul que “una vez me hizo vibrar hasta los talones”. (p. 42) La aparición de ese hombre, augura, quizá, un romance. Y parece extraño tener que decirlo, pero siempre un romance es algo bueno.
Los errores del mundo
“La niña toscana”, que inaugura la segunda parte, es un muy buen cuento. El paralelismo entre el pasado y el presente, que es transformado por hechos del pasado y que no tiene solución, muestra la simetría y la armonía, el equilibrio. Si lo que pasó antes pasó, lo que pasará ahora ha de ser similar a lo que pasó y pasará. El ingrediente escabroso —y húmedo— de la muerte junto a la necesaria dosis de locura hacen el resto.
“Entre dos luces” podría ingresar a la categoría de “cuentos de boliche”, y es, otra vez, un lugar cerrado, un ambiente delimitado donde suceden los hechos. Hay una muchacha que “había salido en la lancha a eso de las cuatro de la mañana. Iba con un tipo que no era su marido. Un hombre corpulento, que llevaba parte de la cara cubierta con una bufanda gruesa”. (p. 60) Y ya ese ocultamiento nos advierte de algo.
Hay un primer y un segundo misterio a resolver mientras se dan algunos indicios para situarnos, sobre todo en relación a la muchacha y su marido, así como sobre la Morocha, duplicándose la violencia con que son tratadas ambas mujeres. Las revelaciones no dejan lugar a dudas. Todo cierra con una espesa niebla del amanecer como si fuera un candado imposible de abrir.
“Cielito lindo” viene con ánimo musical. Hay un “braquichito”, un árbol, y el mundo de la infancia que sigue con vaivenes, durante el paso del tiempo (de hecho el mundo infantil, la inocencia, se ve reflejado en este cuento y principalmente en la tercera parte), Aquí Dina se plantea el “problema” de ser madre y allí estará presente el mandato social, imperativo, del patriarcado.
“Manchas” acaso sea el cuento más “devastador” del libro. Nos muestra una realidad que sucede en nuestras sociedades y refleja la alienación del hombre. Una muchacha quedará atrapada en las maquinaciones de un abusador que filma desnudos para una página pornográfica. La pesquisa psicológica mediante el método Rorschach, si bien hace que la psicóloga advierta algo extraño no logra desentrañarlo a tiempo. Refleja, con acierto, el trauma que representan esos hechos para las víctimas de abuso.
La técnica de Rorschach fue desarrollado en 1921 por el psicólogo y psiquiatra suizo Hermann Rorschach para evaluar la personalidad. El método pretende demostrar aspectos inconscientes de la personalidad por medio de asociaciones establecidas con diez imágenes de manchas de tinta, la mirada a cada lámina expone las características del sujeto analizado. La interpretación de las figuras abstractas arroja rastros de su identidad.
Se basó en un juego creado el mismo año que Rorschach ideó el método de láminas (Juegos Blotto o Juegos del coronel Blotto), una clase de juego de suma cero de dos personas en el que los jugadores tienen la tarea de distribuir los recursos limitados de forma simultánea entre varios objetivos.
En la tercera parte del libro, donde algunos de los cuentos son breves, volverá al territorio de la infancia. El primer cuento, “Beatriz G.”, sin embargo, nos habla del tema de la infertilidad y los distintos métodos para poder quedar embarazada y sus consecuencias, aunque en realidad tendríamos que decir que el tema del cuento es la necesidad de maternar. “La fecundidad era otra cosa: entrega y recibimiento, pasión, fuerza, riesgo, ilusión y dolor”, pensará, y allí nos dará su visión.
Por ello, tras una nueva frustración, decidirá visitar un museo y, casualmente, se está por inaugurar una muestra llamada “Fecundidad”. Queda encerrada por un cambio de horario y aprovecha para ver los cuadros. Se detiene ante un esbozo, una pintura sin terminar y la terminará. Ese esbozo le provoca paz, “por primera vez en mi vida, me sentí en completa armonía con el universo”. Poseída de un ímpetu arrollador termina el cuadro: “di unas pinceladas que me salieron furiosas, de rojos intensos y agresivos. Pinté con esa energía durante unas horas, con el resultado de unas imágenes coloridas, disociadas de cualquier objeto. Luego los púrpuras rabiosos se fueron diluyendo. Pasé a mezclar otros colores hasta obtener tonos otoñales, más apacibles, al tiempo que me invadía una sensación serena y placentera”. (p. 96-97)
“La curva de la muerte” es un lugar inhóspito y peligroso. El cuento no hace más que contarnos la transgresión infantil que termina de buena manera, con el aprendizaje y el crecimiento subsiguiente. Al final de lo que acontece el miedo, el accidente y la posterior “salvación”, la niña logra crecer y tomar su propia vida en sus manos.
“Necesitaba escapar de los postigos cerrados y zambullirme de una vez en la libertad que significaba alejarme de la casa”. Es la aventura en tono de recuerdo, evocación de la infancia y sus peligros.
Hay, además, una leyenda que incluye una bruja: “La Bruja era una entidad desagradable: de túnica blanca, desdentada, con el pelo gris y chuciento. Las manos huesudas, con garfios afilados Salía en las noches oscuras a errar por la costa y sus aullidos y lamentos helaban la sangre” (p. 102) (la expresión “helar la sangre” refiere a que la coagulación de la sangre aumenta ante el terror. En “El monte de las ánimas”, Bécquer decía: “¡las ánimas!, cuya vista puede helar de horror la sangre del más valiente…” (de “Rimas y Leyendas”).
Tras el accidente en la famosa curva, volverá a la vida gracias al encantamiento y los brebajes que prepara un gigante de cabeza chica y que tenía la mirada lánguida con pestañas largas, “como la tordilla que montaba mi abuela”, ayudado de un duende de piel verde con escamas y grandes orejas en punta.
En “Nuestro silencio”, cuenta el parto complicado, el nacimiento de una nueva vida y el momento inaugural de ser madre. A pesar de los contratiempos, hijo y madre encuentran el sonido del silencio que dice más que lo que calla. La vida siempre puede más.
“Manina” es el recuerdo de infancia, con el nombre de la abuela. Hay anécdotas que nos muestran su carácter, único, y su gran misterio. Está trabajado desde la felicidad que le provoca a la autora el escribir ese cuento, porque le trae el recuerdo de alguien querido y siempre tan necesario, como fuente continua de enseñanzas.
“Yo, abeja”, es un cuento de tono surreal aunque con un trasfondo moral, que inquiere al que se ha alejado de Dios, para encontrarlo en todas las cosas. Hay una transmutación, un trasvasar de ser humano a ser animal y, de esa manera, evitar que Él pueda hacerle daño. Entrará en la comunión con la naturaleza (el encierro ahora es dentro de otro cuerpo sobre dos ambientes también cerrados, el de su casa y el de la iglesia, pero a raíz de esa transformación podrá quebrar todos los vidrios —el cascarón— y salir a la vida). La narración es “limpia”, y los diálogos, dan de lleno en el conflicto moral, dilucidándolo.
El cura, alarmado ante la revelación de que ella se ha transformado en abeja (en cuerpo y alma) intentará convencerla de que ha soñado, y que ese sueño es un símbolo (pero nunca la posible realidad, ni siquiera la voluntad de Dios). “Tú sabes que Dios no hace esas cosas. Melissa, no te engañes, Él te creó como ser humano y eso serás hasta el día que Él decida que ha acabado tu tiempo aquí. Y luego estarás eternamente a su lado”. (p. 115)
Para hacerle entender que está equivocado la abeja le da una prueba, terminante, de su transmutación.
“Clavo de olor” muestra como la obsesión al final puede trastornar el ambiente hasta el punto de contaminar todo y volverlo agreste, amarga savia. “Se apasionó tanto que empezó a usar” ese condimento todos los días, para todas las cosas: “el clavo de olor, por sus propiedades: para la circulación, para la digestión, para el mal aliento, para las caries, para la inflamación y algo del oxidante que ya no me acuerdo”, cuenta la niña de la casa.
Lo cierto es que el uso masivo del clavo de olor desata la guerra entre la familia, uno por uno, contra Petrona, al que los primos le decían “Petrovich”.
El ambiente, ese mismo ambiente cerrado en el que participan casi todos sus cuentos, “se había vuelto insoportable”.
Es hora de salir.
(La canción de la niebla, de Cecilia Cardoso Linn, Hurí Arte y Edición, 2022, sin pie de imprenta, 123 páginas)
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