El autoritarismo de impronta orwelliana en su máxima y desmesurada expresión es el eje central de “Tipografía mayúscula”, el film de denuncia del realizar rumano Radu Jude, quien indaga, con singlar y removedora contundencia, en el pasado estalinista de su país, cuando este pertenecía al bloque soviético que se disputaba ha hegemonía del planeta con el imperialismo norteamericano.
La película, que está ambientada en 1981 –aun en plena Guerra Fría- se desarrolla en tiempos del régimen autoritario de Nicolae Ceausescu, quien gobernó con mano de hierro hasta la caída de su régimen, en el marco de la disolución del bloque socialista, concretada definitivamente en 1991.
El largometraje se inspira en un hecho real acaecido precisamente el 13 de setiembre de 1981, cuando en una de las paredes de la sede del Partido Comunista Rumano, al norte de Buacarest, apareció una graffiti escrita a mano en tiza con la siguiente leyenda: “Queremos justicia y libertad”.
El mensaje supuso todo un desafío para el gobierno autoritario, que puso en marcha un operativo de la policía secreto, con el propósito de identificar al responsable. La hipótesis oficial era que se trataba de una organización rebelde que operaba para las potencias capitalistas del bloque occidental.
La movilización de la inteligencia rumano no impidió que, en los días subsiguientes, aparecieran otras demandas de análogo tenor.
Fiel a la impronta de un régimen dictatorial como el que padecimos en Uruguay durante 12 años, fueron desplegadas fuerzas represivas durante las 24 horas del día provistas de perros, en un gigantesco operativo que incluyó el interrogatorio de unos 30 eventuales testigos, hasta que el responsable fue identificado y detenido. Se trataba de un joven de apenas 16 años de edad, que actuaba por cuenta propia, aunque se mantenía atento a la propaganda occidental, que difundía las presuntas bondades del sistema capitalista en comparación con la austeridad comunista.
Apelando a abundante documentación de la propia policía secreta, el cineasta rumano reconstruye los interrogatorios del imputado, sus padres, delatores y otros eventuales testigos, incluyendo a compañeros de colegio del acusado.
En este caso, fiel a la estética de extrema sobriedad que el cineasta le imprime a su historia, no hay torturas ni apremios físicos al detenido ni otros métodos de violencia para lograr que confiese su “delito”.
En ese marco, el realizador rumano apela a un formato cuasi teatral, en el cual el o los interrogados hablan de frente a una cámara fija, como si se estuvieran dirigiendo al público y no a los interrogadores.
Estas secuencias, de extrema y asordinada morosidad y despojamiento, permiten observar rostros casi sin gestualidad, que trasuntan la rígida disciplina a la cual estaban sometidos los interrogados. Obviamente, en este contexto no hay ni el más mínimo margen para la mentira y el ocultamiento, por temor al castigo por un eventual falso testimonio.
En todos los casos, los declarantes están de pie y casi no se mueven del lugar asignado, con el propósito que se cansen, se sientan presionados y terminen de deponer cuanto antes.
Otro tanto sucede cuando los padres dialogan con el joven. En ese marco, la cámara ubica las siluetas de los cuerpos dentro de un cuadro y los protagonistas hablan frente a frente y, aunque abundan los reproches, la violencia verbal está ausente.
En estas circunstancias, queda claro que ese intercambio entre el protagonista y sus progenitores no se dirime en la intimidad hogareña, sino en un espacio neutro pero rigurosamente vigilado por los estrictos e implacables cancerberos del gobierno.
Esa historia real recuerda, sin demasiado esfuerzo, a la novela de anticipación “1984”, emblemático clásico del maestro británico George Orwell, que concibió una sociedad autoritaria estrictamente controlada por una elite, que reprimía, manipulaba emocionalmente a sus ciudadanos, instalaba la posverdad y, para seguir detentando el poder, inventaba un enemigo imaginario que infundía temor. En ese contexto, quien gobernaba era el “Gran hermano”, que más que una persona en sí misma era una maquiavélica maquinaria de control social.
Una de las instancias más impactantes de esta película transcurre en el centro educativo al cual concurre el responsable de los desafiantes mensajes, que recuerda claramente a las personas que eran juzgadas por la criminal Santa Inquisición –a quienes se acusaba de brujos- por el mero “delito” de no comulgar con la religión católica y de rebelarse contra sus mandatos imperativos.
En este caso, la cámara muestra apenas al acusado, que está parado al frente del salón y las espaldas de sus compañeros. En tanto, los docentes que lo interrogan, que más que educadores parece jueces y fiscales, están fuera de cuadro. Es claro que las espaldas de los jóvenes estudiantes sugieren indiferencia ante lo que está sucediendo. Es decir, ni cuestionan al acusado ni a los acusadores.
Los interpelantes acusan al interpelado de haber incurrido en traición a la patria y connivencia con el capitalismo, actuando como voceros del régimen y engranajes del aparato represivo.
El largometraje incluye abundante material documental de archivo, en casi todos los casos en blanco y negro, en cuyo marco proliferan los desfiles militares con blindados y artillería pesada para demostrar el poder de los uniformados que sostienen al régimen, así como animadas celebraciones folclóricas, con el propósito de privilegiar la tradición, el patriotismo y ensalzar a Rumania y a la Madre Rusia –por entonces la URSS- que, durante casi setenta años, lideró el denominado socialismo real en Europa del Este, en el período de la posguerra.
En este largometraje, que más allá de su formato eminentemente teatral tiene una fuerte impronta documental, no se reproducen grandes acontecimientos políticos de la época. En efecto, el objetivo no es reconstruir la coyuntura temporal del país, sino centrar la trama dramática únicamente en el episodio del joven rebelde que debe confesar o confesarse ante un tribunal estatal o, en el caso del centro educativo, ante sus docentes y sus compañeros.
A lo sumo, se observa al dictador- que es el real y no un actor- participando en actos oficiales, como homenajes, festivales y entregas de diplomas, donde se le rinde rigurosa pleitesía.
Sin embargo, la historia, que ciertamente no sigue un curso lineal, abunda en referencias acerca de la cotidianidad de los rumanos de la época, que, naturalmente por temor, parecen resignados a seguir tolerando el oprobio de un régimen totalitario y, por supuesto, no osarían emular la actitud desafiante del joven contestatario.
En estas secuencias, las personas interactúan como autómatas, acorde con las reglas del sistema. Esa realidad, que por supuesto no es ficción, está elocuentemente retratada en los noticieros de una televisión controlada por el Estado, que destacan, por ejemplo, el beneficio de la actividad física, la irrupción en el mercado de nuevas heladeras de fabricación nacional o bien una receta para elaborar moussaka, entre otras tantas banalidades.
Todo está cuidadosamente planificado para que nadie se salga de la regla y que todos actúen acorde a sus obligaciones con la patria, que es el tótem simbólico que sostiene el espíritu de la nación.
Esta sociedad controlada hasta el exceso, tiene algunos ejemplos insólitos, como la sanción legal y hasta social a una persona que emite ruidos molestos, situación que puede ser perfectamente compartible, partiendo de la premisa que en un modelo de convivencia sano la libertad de una persona termina donde comienza la de un semejante.
Si bien el film reflexiona sobre las reglas de una sociedad rigurosamente planificada donde no existe ningún margen para el disenso, el formato de un régimen totalitario y de la democracia liberal en la cual nos formamos guarda realmente sorprendentes analogías.
No en vano, desde que tenemos memoria, los uruguayos vivimos en una comunidad presuntamente de hombres y mujeres libres. Sin embargo, ya en el ciclo escolar nos enseñan a venerar al sistema, como si fuera el mejor, a la patria y a nuestra bandera y a honrar a nuestros presuntos próceres, que, en algunos casos, como en el del traidor y genocida Fructuoso Rivera, no son tales.
También padecemos cotidianamente el permanente bombardeo del statu quo a través de los medios audiovisuales, que funcionan en régimen oligopólico, al servicio del gran capital y del bloque político conservador. En ese contexto, nuestra libertad está claramente en tela de juicio.
“Tipografía mayúscula” es una película de impronta testimonial, que, aunque desestima todo eventual catecismo político sistémico o antisistémico, convoca a una profunda reflexión sobre los mecanismos de control estatal, en un tiempo histórico gobernado por las leyes de la dictadura del mercado y la supremacía de las multinacionales.
Trabajando con escenografías despojadas y con un lenguaje visual moroso y nada gradilocuente, Radu Jude construye un cuadro dramático de singular elocuencia, que verbaliza por lo bajo los estragos de la Guerra Fría, el ejercicio autoritario del poder y la polaridad ideológica entre potencias hegemónicas, cuyos resabios aterrizan en un presente caracterizado por la multipolaridad.
FICHA TÉCNICA
Tipografía mayúscula (Tipografic mayuscul). Rumania 2020. Dirección: Radu Jude. Guión: Radu Jude y Gianina Carbunariu, adaptado de la novela homónima de Gianina Carbunariu. Producción: Ada Solomon. Fotografía: Marius Panduru. Montaje: Catalin Cristutiu. Reparto: Bogdan Zamfir, Serban Lazorovici, Ioana Jacob y Serban Pavlu.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico de cine
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