La pasión por la música pero también los cuasi patológicos delirios de grandeza de una familia culta que aspira a inscribir su nombre en la historia, es la materia temática de “Dios del piano”, el drama israelí del realizador Itay Tal, que explora – con superlativa sensibilidad -la idiosincrasia de un pueblo orgulloso de su pasado de gloria, de su identidad étnica y en permanente conflicto y guerra con sus vecinos.
Esta película, que por su temática y construcción argumental parece ser más una producción europea que procedente de Oriente Medio, indaga en la interna de la elite intelectual, donde prevalecen, entre otros sentimientos, la salvaje competencia, las rivalidades, las idolatrías y la soberbia.
En ese contexto, la cultura se transforma en una herramienta de ascenso y reconocimiento, que le permite a sus actores encaramarse en la cúspide de la sociedad.
El relato ignora totalmente la situación política de Israel y su permanente confrontación militar con las naciones árabes, por derechos de naturaleza territorial, histórica y naturalmente religiosa.
Estas temáticas, tan habituales en producciones de procedencia israelí, son deliberadamente soslayadas en este film, con el propósito de no distraer la atención de la verdadera trama dramática propuesta.
En tal sentido, esta historia desgarradora destila engaño, culpa y hasta frustración, corroborando que el talento no se fabrica y que la pasión debe equilibrarse con la técnica y el talento para seducir a las audiencias.
El cineasta Ttaly impacta al espectador desde el comienzo del relato, cuando la protagonista Anat (Naama Preis), una excelsa pianista clásica, que está embarazada, rompe bolsa mientras deleita al público con su virtuosismo en un concierto.
Sin embargo, esa incómoda situación no la inhibe de proseguir con su recital, antes de abordar una ambulancia junto a su familia, que la conducirá a la clínica donde se consumará el parto.
En el trayecto hacia el centro asistencial y para ir ambientado al ser humano que todavía descansa en el vientre de su progenitora y está a punto de nacer, los familiares encienden un aparato de audio que emite una música tan sugerente como maravillosa.
No en vano, el padre de esta joven mujer es un destacado compositor y le ha trasmitido a su hija por vía genética casi toda su sabiduría, aunque nunca alcanzó la estatura de genio en la interpretación de tan complejo y prodigioso instrumento musical.
Más allá de su inocultable vocación de madre, la protagonista aspira a que su futuro vástago y heredero se transforme en un talento sin par y un auténtico ejemplo para la familia.
Empero, tras la alegría por el nacimiento, aflora simultáneamente el más ácido de los desencantos, cuando la mujer advierte –con indisimulado estupor-que el niño es sordo. En ese contexto, el dramatismo muta en desesperación cuando la consternada madre, aun hospitalizada, bate las palmas con inusitada violencia y advierte que el pequeño no reacciona porque su sentido de audición es nulo.
Cuando su exacerbada ansiedad muta en patología, urde un plan realmente maquiavélico sin que nadie lo advierta: cambia a su hijo por otro niño que duerme apaciblemente en una cuna contigua y, naturalmente, guarda celosamente el secreto por tan repudiable acto.
Obviamente, comete un fragrante delito de usurpación, porque no sólo se apropia de un niño que no es el suyo, sino que también falsifica su identidad, en una suerte de giro argumental que impacta por la audacia y la resolución de la mujer.
Ahora, deberá convivir tal vez de por vida con un secreto que no podrá compartir con nadie, porque ha perpetrado un ilícito que realmente raya en lo inmoral.
La historia transcurre en un clima de alta tensión, acorde con una mentira que persiste en el tiempo y se transforma en una suerte de trauma. En ese contexto, consciente que sus genes no pueden haber originado un vástago sordo, elude todo contacto sexual con su marido y, cuando este se concreta, le requiere que use un condón para no quedar nuevamente embarazada.
Consciente que no puede confesarle la verdad a su esposo y ni siquiera a su padre, la protagonista muta en una mujer hosca, hostil y naturalmente desconfiada.
Ahora, la segunda parte de su enrevesado plan será transformar a su hijo apócrifo en el consumado y genial pianista que ella aspira. Sin embargo, pese a su denodado esfuerzo, su proyecto comienza a naufragar, cuando descubre que el niño, devenido ulteriormente en adolescente, no posee talento para la música.
En ese contexto, logra que el chico aprenda a tocar el piano mecánicamente pero no a crear y menos aun a improvisar, acorde con lo que impone el mandato familiar. En efecto, su aspiración es que el ahora adolescente supere su propio virtuosismo y se erija en una auténtica celebridad.
Obviamente, todos apuntan a que el nuevo miembro del núcleo familiar brille con luz propia, con el propósito de obtener el reconocimiento que ninguno de los miembros del clan ha logrado alcanzar.
Empero, la trama se complica aún más, cuando desde el Instituto de Sordos se reciben permanentes llamadas que son rotundamente rechazadas y ocultadas por la mujer.
Es tal la desenfrenada patología de Anat –quien no se resigna a admitir que su plan fracasó estrepitosamente- que no duda en recurrir Rafael Ben Ari, un consumado maestro y auténtico referente musical de la comunidad, a quien le requiere ayuda para que se haga cargo de la educación musical de su hijo.
Asumiendo que el adolescente no posee las cualidades artísticas suficientes para ingresar en el conservatorio del cual el presunto abuelo es jurado, la mujer llega incluso a prostituirse e intimar sexualmente con Rafael Ben Ari, a cambio que este cree una composición para que sea ejecutada por su apócrifo hijo.
El sueño de la mujer se va marchitando paulatinamente, a medida que sube la tensión con su marido y su presunto hijo, porque el proyecto de la protagonista deviene en un rotundo fracaso.
Para ocultar su secreto y sentirse menos culpable, opta por asumir una conducta errática que deviene en un conflicto con toda su familia, incluyendo a su falso hijo, que no la ama, porque ella ejerce sobre él permanentes presiones y le imparte una educación autoritaria, procurando alcanzar un objetivo que, es, naturalmente, inalcanzable.
En ese marco, el film muta de un desgarrador drama casi en un thriller psicológico, en la medida que hay más mentiras que verdades y más secretos que actitudes de sinceridad y frontalidad.
Toda la historia, que está escenificada como una puesta teatral, porque casi todo lo que sucede transcurre en ambientes interiores, reposa en la malograda madre, que interiormente padece el demoledor peso de la mentira pero también de la frustración.
Empero, lo realmente removedor es la conducta patológica de una mujer que se siente devaluada incluso hasta en su feminidad, por no haber sido capaz de parir a un hijo que colme sus expectativas y ni siquiera preparar a su vástago adoptivo para afrontar el desafío de transformarse en el genio musical que ella desea.
La película, centrada naturalmente en la música, corrobora que no siempre el talento se trasmite genéticamente y que la soberbia puede alcanzar niveles realmente insospechados.
Asimismo, queda elocuentemente demostrado que para ser feliz no es indispensable brillar en la vida y que el amor- cuando es genuino y verdadero y no meramente cosmético- puede transformarse en un auténtico anticuerpo contra el desencanto.
El epílogo, que no puede ser más conmovedor, propone una suerte de lectura sobre un destino que a menudo no se puede modificar, por más que se apele a subterfugios y soterradas conductas reñidas con las más elementales normas de la moral.
En esas circunstancias, la propuesta apunta claramente a diferenciar la destreza meramente mecánica para la ejecución de un instrumento musical y la cualidad de la composición, que nace de la inspiración y en el genio creativo.
Asimismo, por más que el film está totalmente despojado de eventuales lecturas políticas, igualmente retrata a una sociedad realmente disfuncional y contradictoria, que exhibe delirios de grandeza.
Partiendo de la base que la música es una mágica expresión del arte y en este caso de la idiosincrasia de una comunidad humana, la película habilita múltiples reflexiones en torno al supuesto delirio de superioridad racial de un pueblo recurrentemente condenado a convivir con el conflicto y crónicamente encerrado en sí mismo, por sempiternas disputas territoriales y milenarias reivindicaciones históricas.
“Dios del piano” es, sin dudas, un drama tan intenso como desgarrador, que discurre entre la patología de la obsesión, el más agudo de los desencantos, el amor, el desamor, la soberbia y, naturalmente, la frustración.
A un reparto actoral de muy sólido desempeño y de histrionismo de superlativa estatura dramática, se suma una banda sonora compuesta de partituras para piano de exquisita calidad, que deparan una auténtica apoteosis auditiva.
FICHA TÉCNICA
Dios del piano (God of the Piano). Israel 2019. Guión y Dirección: Itay Tal. Música: Roie Shpigler, Hillel Teplitzki y Eran Zvirin. Fotografía: Meidan Arama. Dirección de arte: Shir Kleiman. Reparto: Naama Preis, Zeev Shimshoni, Andi Levi, Leora Rivlin, Eli Gornstein, Ami Weinberg, Ezra Dagan, Shimon Mimran, Ron Bitterman y Alon Openhaim.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico de cine
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