A raíz de la desaparición física del monumental actor francés Jean Louis Trintignant el pasado 17 de junio, Cinemateca te acompaña, en el marco del ciclo de la icónica institución cultural que se emite los viernes y domingos por la señal de TV Ciudad, proyectó “El conformista” (1970), obra maestra del realizador italiano Bernardo Bertolucci y una auténtica joya de la filmografía universal de todos los tiempos.
La exhibición de este aclamado largometraje en la pantalla chica coincide en el tiempo con el estreno de “Los años más bellos de una vida” –que reseñaremos en su momento- la última película del célebre actor y una inesperada pero celebrada secuela, más de cincuenta años después, de la emblemática “Un hombre y una mujer” (1966).
Confieso que reseñar para mi esta película –que visioné por primera vez a los 16 años de edad con toda mi pasión cinéfila a cuestas-es un placer personal que me quise dar. Es, en ese contexto, casi una asignatura pendiente que le permitirá a los amantes del cine de mi generación evocar una de las creaciones más descollantes de la filmografía del gran Bertolucci y del fermental cine europeo de comienzos de la década del setenta.
No en vano, “El conformista” obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín de 1970, el Premio David de Donatello 1971 y el Globo de oro en 1972, entre otros preciados galardones.
Bernardo Bertolucci, uno de los maestros más talentosos, incisivos e ideologizados del cine italiano de todos los tiempos, logró atesorar una prolífica producción, que incluye “Antes de la revolución) (1964), “La estrategia de la araña” (1970), la controvertida “El último tango en París” (1972), el magistral fresco histórico y político “Novecento” (1976), “La Luna” (1879), la galardonada “El último emperador” (1987), “Pequeño Buda” (1993) y “Soñadores” (1993), entre otros títulos no menos relevantes.
Más allá de su versatilidad, el cine de Bertolucci- reconocido militante de izquierda- tiene una impronta intransferiblemente política y contestataria, con su cumbre más destacada en la extensa y admirable “Novecento”, que recorre, con singular rigor cuasi documental y acento ideológico de sesgo dramático, más de medio siglo de la historia de Italia del siglo XX, con particular énfasis en la lucha de clases y la enconada resistencia a los desmanes del fascismo liberticida.
Este film, al igual que “La estrategia de la araña”, aborda precisamente el tópico de los atropellos perpetrados por la barbarie ultraderechista que asoló a la nación peninsular durante el largo mandato de Benito Mussolini.
En tal sentido, “El conformista” integraría una suerte de trilogía con estos dos emblemáticos títulos antes mencionados, que marcaron a fuego una producción cinematográfica de fuerte e intenso compromiso con las ideas comunistas del autor.
En este relato, narrado con superlativa calidad y esplendor, Bertolucci condensa el espíritu de la novela homónima del periodista y escritor italiano Alberto Moravia, quien ensaya en su osado texto un magistral retrato de la mentalidad fascista y de los diversos resortes del poder de esta fanática y devastadora ideología, que, casi setenta años después de la caída de los regímenes genocidas de Mussolini y de Adolf Hitler, aun concita adhesiones en pleno siglo XXI.
No en vano, personajes cuasi exóticos pero muy peligrosos como el ex presidente de los Estados Unidos Donald Trump y el actual primer mandatario brasileño Jair Bolsonaro cultivan ideas que son perfectamente asimilables a las de los totalitarismos italiano y alemán que tanto daño provocaron en la primera mitad del siglo pasado.
El protagonista de este film de sesgo dramático con trasfondo histórico es Marcello Clerici (Jean-Louis Trintignant), un burgués venido a menos que aspira a ascender los peldaños desandados en la escala social, casándose con una joven perteneciente a una respetable familia de la clase privilegiada.
Este hombre, que no tiene principios y es absolutamente amoral, carga sobre su conciencia con un crimen en su infancia y un intento de abuso sexual cuando era apenas un preadolescente, una madre alcohólica, drogadicta y decadente y un padre confinado a rigor en un hospital psiquiátrico por el régimen autoritario, aquejado de la “patología” de disidencia política.
En ese contexto, su matrimonio con Giulia (Stefania Sandrelli) –una joven bastante tonta y frívola, reprimida sexualmente pero impetuosamente pasional-es un intento de reposicionamiento de un personaje tan pusilánime como oscuro y enrevesado.
Empero, este hombre, aparentemente común e inofensivo, es realmente un individuo peligroso, ya que, por su afán de preservarse y adaptarse al contexto histórico de la época, no dudará en sumarse al fascismo gobernante para sobrevivir la tormenta política sin siquiera despeinarse.
En tal sentido, la imagen del ingreso del protagonista al ministerio donde se concretará su enrolamiento, luego del enroque de su amigo ciego Italo (José Quaglio), es una metáfora sobre la pequeñez ante la inmensidad y frialdad de un edificio que representa al omnímodo poder de un régimen autoritario.
Empero, la verdadera sordidez de esta dictadura criminal está representada –en forma por demás patética y elocuente- por Manganiello (Gastone Moschin), un violento agente secreto, espía y a la vez guardaespaldas a quien se encarga la compañía y naturalmente la custodia de Marcello.
En efecto, para poner a prueba la fidelidad y lealtad del nuevo adherente, el gobierno lo envía a París –donde presuntamente pasará su luna de miel- con el propósito que contacte y elimine a Quadri (Enzo Tarascio), un ex profesor universitario suyo, que, por su condición de opositor, marchó inexorablemente al exilio. Por supuesto, este personaje, por su inteligencia y predicamento, se ha transformado en una persona peligrosa para el régimen fascista.
La relación entre el siniestro ex alumno y el educador, que está marcada por la ambigüedad de dos personas diametralmente antagónicas tanto moral como ideológicamente, se expresa –con singular contundencia- en un diálogo entre ambos que invoca la alegoría de la caverna del filósofo griego Platón, en la cual los prisioneros confinados en esa prisión de roca sólo ven sombras y reflejos pero no la realidad.
Esa metáfora representa perfectamente la psicología del alienado protagonista, quien es seducida por Anna (Dominique Sanda), la joven esposa del docente que descubre los pérfidos planes del visitante, para evitar lo que parece inevitable.
La estructura narrativa de este relato –con abundantes saltos temporales mediante el habitual recurso del flashback- va pautando la tortuosa peripecia del protagonista.
En ese contexto, la historia comienza casi por el final y luego remite a los recuerdos del potencial asesino, quien viaja raudamente a bordo de un automóvil conducido por el espía y guardaespaldas fascista Manganiello, a través de las casi desoladas calles de un París nevado, oscuro, espectral y cubierto por una densa e impenetrable bruma.
En ese marco, el pétreo rostro de Marcello Clerici (magistral Jean Louis Trintignant) trasmite todas las emociones y sensaciones ocultas de un ser humano deleznable, radicalmente inmoral y capaz de traicionar a quien en él deposita toda su confianza.
Parafraseando al referente marxista Vladimil Illich Uliánov Lenin, el protagonista de esta magistral película es un cretino útil funcional a un estado totalitario que arrasó literalmente con los derechos humanos, de conducta perversa, demagógica y retorcida.
La película es un tan revelador como despiadado retrato de la Italia de la década del treinta, asolada por una ideología criminal, fanática y profundamente racista, que provocó auténticos estragos en la sociedad de la época.
En ese contexto, la falta de convicción y de valentía del personaje es una prueba cabal de hasta qué punto el ser humano puede actuar mecánicamente por miedo y por mero instinto de supervivencia, transformándose en una herramienta funcional a un aparato estatal de férreo control, pensado para reprimir y para aniquilar toda expresión de disidencia.
La película, que es una consumada obra maestra de altos ribetes artísticos, por su atildada reconstrucción de época, fotografía, montaje, música, vestuario y un reparto actoral realmente de lujo, se erige es un crudo y explícito testimonio sobre un tiempo histórico de plomo, en cuyo contexto una ideología enajenada transformó a un país en una inmensa y pesadillesca prisión.
“El conformista”, un film sin dudas para paladares finos, es también un minucioso ejercicio en torno a la psicología humana expuesta en este caso en carne viva y sin ambages, que reflexiona –con superlativa sensibilidad y excepcional talento de elite- sobre la violencia criminal y la prepotencia de una corriente ideológica todavía vigente que pregonó y aun pregona el odio y la segregación racial.
Asimismo, el autor disecciona como un experto cirujano la decadencia de la burguesía, la hipocresía y la doble moral de la religión, el erotismo, tanto el visible como el soterrado, la ambigüedad sexual, el símbolo fálico de las armas en una lectura freudiana y las pulsiones más irrefrenables, ocultas y perversas del individuo.
FICHA TÉCNICA
El conformista (Il conformista) Italia 1070. Dirección: Bernardo Bertolucci. Guión: Bernardo Bertolucci (inspirado en la novela homónima de Alberto Moravia). Fotografía: Vittorio Storaro. Música: Georges Delerue. Reparto: Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli, Gastone Moschin, Enzo Tarascio, Fosco Giachetti, José Quaglio, Dominique Sanda, Pierre Clémenti, Yvonne Sanson, Orso Maria Guerrini, Giuseppe Addobbati y Christian Aligny.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico de cine
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