El Mesías de Mar-a-Lago
El presidente norteamericano, Donald Trump, dice que él es “el elegido” y muchos de sus seguidores evangélicos coinciden. Pero allí de pie, Biblia en mano, frente a la histórica Iglesia Episcopal de San Juan en Washington, después de que la policía utilizara escudos antidisturbios y gas lacrimógeno para despejar la zona de manifestantes pacíficos, Trump tenía más en común con el burro de Jesús que con un salvador. Lejos de liberar a una civilización caída, Trump está empujando a una sociedad a su punto de inflexión, creando precisamente el tipo de caos que muchos de sus seguidores evangélicos creen que precederá –y requerirá- la llegada de un mesías.
Trump se candidateó a la presidencia en 2016 con la promesa de “Hacer que Estados Unidos sea grande otra vez”. Su campaña por la reelección en noviembre promete, con toda la arrogancia inútil a la que nos tiene acostumbrados, promete “Mantener a Estados Unidos grande”.
Donald Trump, dice que él es “el elegido” y muchos de sus seguidores evangélicos coinciden. Pero allí de pie, Biblia en mano, frente a la histórica Iglesia Episcopal de San Juan en Washington, después de que la policía utilizara escudos antidisturbios y gas lacrimógeno para despejar la zona de manifestantes pacíficos
¿Son los mismos Estados Unidos que están enfrentando protestas generalizadas por el racismo sistémico y la brutalidad policial, donde los oficiales de policía que supuestamente tienen que mantener la paz habitualmente atizan la violencia? ¿Los Estados Unidos donde la policía mata 2,5 veces más hombres negros que blancos?
¿Trump se está refiriendo a los Estados Unidos que están sumidos en el peor brote de COVID-19 del mundo, donde las tasas de mortalidad de la gente de color son mucho más altas que las de sus pares blancos? ¿Los Estados Unidos donde aproximadamente 44 millones de personas no tienen seguro de salud y otros 38 millones tienen una cobertura inadecuada? ¿Los Estados Unidos que, en la presidencia de Trump, han perdido el respeto de sus amigos, aliados y socios, y se han convertido en un hazmerreír internacional?
Sin duda, los problemas de Estados Unidos no empezaron con Trump. El sistema de atención médica de Estados Unidos hace rato que está quebrado, la desigualdad ha venido creciendo durante décadas, la brutalidad policial siempre ha sido parte de la vida norteamericana y el racismo sistémico está arraigado en los propios cimientos del país. Las pretensiones de Estados Unidos de un liderazgo moral estaban siendo cuestionadas mucho antes de que Trump entrara a la Casa Blanca.
Pero si Estados Unidos era un polvorín de racismo, desigualdad y política fracturada, Trump encendió el fósforo –y luego no se hizo cargo de los incendios que provocó-. “No asumo ninguna responsabilidad”, declaró, cuando le preguntaron por la respuesta lenta del gobierno a la crisis del COVID-19.
Peor aún, Trump siguió echando leña al fuego. Le restó importancia a la gravedad de la pandemia, alentó a los manifestantes anti-confinamiento (principalmente blancos y republicanos) y pregonó tratamientos no probados y potencialmente peligrosos.
Cuando estallaron las protestas a nivel nacional después del asesinato a manos de la policía de George Floyd en Minneapolis, amenazó con desplegar a las fuerzas armadas contra los norteamericanos, lo que llevó al general de cuatro estrellas John Allen a advertir que semejante medida podía marcar el “comienzo del fin del experimento norteamericano”. Y, con un silbato para perros claramente racista, repitió una frase atribuida a Walter Headley, el jefe de la policía de Miami durante el desorden civil que ocurrió allí en 1967: “cuando empiezan los saqueos, empiezan los tiros”.

El comportamiento de Trump ha sido escandaloso, pero no sorprendente. Ha explotado los defectos más profundos de Estados Unidos desde que ingresó a la escena política, atizando la polarización política y cultural para apaciguar a sus seguidores, incluido su componente importante de supremacistas blancos. Mientras tanto, mantuvo el control del Partido Republicano con una combinación convencional de recortes impositivos y desregulación que benefician abrumadoramente a los norteamericanos más ricos y a las grandes corporaciones. Y, durante cuatro años consecutivos, su administración ha desviado dinero público de la red de seguridad social y de la educación a las fuerzas armadas. El presupuesto de defensa de Estados Unidos hoy es el mayor desde la Segunda Guerra Mundial, con excepción de un puñado de años en el momento más álgido de la guerra en Irak.
¿Por qué, uno podría preguntarse y con razón, Trump está armando a Estados Unidos hasta los dientes? Después de todo, ha abdicado al liderazgo global de Estados Unidos y ha permitido que China ocupara el vacío sin disparar un solo tiro. No sólo ha abandonado las normas diplomáticas, ha desestimado y traicionado a los aliados y ha intimidado a los países con sanciones y amenazas. También se ha retirado de acuerdos internacionales, incluido el acuerdo nuclear iraní (oficialmente, el Plan de Acción Integral Conjunto) y el acuerdo climático de París.
Para los europeos –que discreparon con Trump en la mayoría de estas decisiones-, Estados Unidos ya no es una fuente de liderazgo estratégico o moral. Quizá ni siquiera sea un socio en la comunidad transatlántica. El reciente desaire de la canciller de Alemania, Angela Merkel, a la invitación de Trump a una cumbre del G7 muestra hasta qué punto se han deteriorado las relaciones. Sólo cínicos desesperados como Benjamin Netanyahu de Israel, mentirosos evangélicos como Jair Bolsonaro de Brasil, petulantes como Boris Johnson de Gran Bretaña y matones como Rodrigo Duterte de Filipinas todavía disfrutan de la amistad de Trump.
Hay una sola manera de reparar la reputación de Estados Unidos, recuperar la confianza de los aliados y garantizar que Estados Unidos pueda actuar como un contrapeso efectivo de China: abordar las causas fundamentales de las grietas que la desastrosa presidencia de Trump ha expuesto y ha ampliado. Esto está en línea con la visión propuesta en 2011 por dos estrategas militares, el capitán Wayne Porter y el coronel Mark Mykleby, utilizando el pseudónimo “Mr. Y”.
Porter y Mykleby sostenían que la seguridad nacional depende no sólo de la capacidad de responder a las amenazas de las potencias extranjeras, sino también –y quizá más importante- de la “aplicación de una influencia y una fuerza creíbles”. Esa influencia, a su vez, depende del éxito de Estados Unidos a la hora de ofrecer un “camino hacia la promesa” para los ciudadanos norteamericanos –y un modelo para el mundo.
Ese poder blando requiere que el gobierno de Estados Unidos promueva valores civiles, alimente la competitividad y la innovación, proteja el medio ambiente, invierta en servicios sociales, atención médica, cultura y educación y ofrezca oportunidades a las generaciones más jóvenes. En otras palabras, debería ir en dirección contraria a la agenda de Trump.
Trump es la antítesis del tipo de líder que, para Max Weber, debía “tener derecho a poner la mano en la rueda de la historia”. Un porcentaje grande y creciente de norteamericanos parecen reconocer esto: su tasa de aprobación ha venido declinando desde hace semanas. Pero una victoria de Trump en la elección de noviembre sigue siendo una posibilidad real.
Nadie debería ilusionarse con lo que está en juego. Ganar otro mandato de cuatro años podría envalentonar a Trump para actuar de manera aún más irresponsable, inclusive rayando la criminalidad, y hacer que su legado tóxico termine siendo irreversible.
Por Shlomo Ben-Ami
Ex canciller israelí, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Es autor de Cicatrices de guerra, Heridas de paz: la tragedia árabe-israelí .
Fuente Project Syndicate
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