“Dolor y gloria”: El arte como redención

La soledad, la decadencia, la nostalgia y la enfermedad son los cuatro potentes ejes temáticos que desarrolla “Dolor y gloria”,  la nueva propuesta del ya mítico realizador manchego Pedro Almodóvar, que indaga, como es habitual, en los diversos entretelones de la condición humana.

Es sabido que, mixturando el drama con la comedia y hasta con el género policial, el controvertido autor suele imprimir a sus películas toques de fuerte y vitriólica ironía, que cuestionan, con rigor, el statu quo político, social y también religioso.

Su impronta cinematográfica -siempre provocadora y recurrentemente impregnada de superlativa y despiadada acidez crítica- retrata descanadamente los inconformismos varios de una sociedad jaqueada por las rupturas, la disfuncionalidad de las relaciones personales y las frustraciones individuales y colectivas.

Toda su obra, que abarca más de cuatro décadas de actividad artística, pone particular énfasis en los dramas humanos, con un reflexivo acento en lo existencial no exento de humor sardónico y desenfadado.

Su tan abundante como fecunda filmografía incluye títulos referentes como: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” (1984), “Matador” (1986), “La ley del deseo” (1987), “Mujeres al borde de un ataque de nervios” (1988), “¡Átame!” (1990), “La flor de mi secreto” (1995), “Carne trémula” (1997), “Todo sobre mi madre” (1999), “Hable con ella” (2002), “La mala educación” (2004),  “Los abrazos rotos” (2009) y “La piel que habito” (2011), entre muchos otros.

Más allá de naturales altibajos- que ciertamente los hay- la extensa producción de este auténtico arquitecto del desencanto constituye una suerte de cine si se quiere testimonial, por más que siempre se nutre de la ficción con un trasfondo realista.

En ese contexto, el protagonista de “Dolor y gloria”- que no escapa a las premisas almodovarianas- es, salvando las diferencias, una suerte de alter ego del propio director.

Esta es una de las películas más auto-referenciales de Almodóvar, en la medida que Salvador Mallo (Antonio Banderas), que es el personaje central de la historia, es también un realizador y guionista cinematográfica.

En este caso concreto, el hombre padece un largo trance de sequedad creativa que circunstancialmente lo ha alejado de la escritura y la dirección, vive solo y padece diversas patologías y obsesiones. Su soledad es absoluta, salvo por la siempre diligente presencia de su atenta asistente, que encarna Nora Navas.

Como si no fuera suficiente, ingiere alcohol y drogas duras, con el propósito de evadirse de la realidad y no confrontarse con sus traumáticos problemas existenciales.

Desde la primera escena el film sugiere decadencia, cuando la cámara capta a este desvalido individuo sentado en un sillón sumergido bajo el agua de una inmensa piscina. Su cuerpo muestra una larga cicatriz vertical, seguramente de una delicada intervención quirúrgica.

No en vano, su pasado está colmado de conflictos, como el enfrentamiento que mantiene con su actor fetiche Alberto Crespo (Asier Etxeandia), con quien hace treinta años que no se habla, a raíz de un fuerte diferendo originado por una película compartida.

Mediante abundantes flashbacks, el guión aterriza la historia personal del protagonista en el presente, recreado una infancia signada por la pobreza más extrema, por el duro aprendizaje, por la represión de génesis intransferiblemente religiosa, pero también por secretos inconfesados vinculados a sus primigenias inclinaciones homosexuales.

Esas turbulencias contrastan con la exultante secuencia en la cual Penélope Cruz, quien encarna a Jacinta Mallo, su madre joven, lava ropa en un río en tablas de madera y canta, junto a otras mujeres, “A la vera”. Luego, al momento de tender las sábanas, las féminas generan una suerte de colorida coreografía.

Desarrollando su relato en dos espacios temporales que intercala permanentemente, Almodóvar apuesta a la perentoria resurrección de un ser humano física y emocionalmente devastado.

En ese marco, le otorga la oportunidad de reescribir y adaptar al teatro un abandonado guión que creía inexorablemente perdido, de transformar añosos rencores en reconciliación y hasta de reencontrarse con Federico Delgado (Leonardo Sbaraglia), un entrañable amor de su juventud.

A diferencia de otros films de su autoría que están marcados por el más ácido de los desencantos, “Dolor y gloria” es una historia de oportunidades que está impregnada de fuertes referencias autobiográficas.

Al respecto, hay una suerte apuesta de la redención a través de la creación artística, en este caso del propio cine, del amor y del vínculo intemporal con las raíces biológicas y afectivas.

Esta película propone un Almodóvar bastante más intimista, que reflexiona sobre temas recurrentes –como el sexo, la religión y la problemática relación con la madre-pero también sobre el real significado y los diversos avatares de la peripecia humana.

Lejos del proverbial pesimismo de otros títulos de la extensa carrera del cineasta, “Dolor y gloria” es un drama que -pese a impactar por su inicial dureza- apuesta fuerte a la recuperación de la verdadera esencia de lo humano.

La superlativa actuación de un Antonio Banderas realmente irrepetible, bien secundado de Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Penélope Cruz y hasta Cecilia Roth en una breve aparición, coadyuvan a transformar a este film es una propuesta de altos quilates cinematográficos.

Por Hugo Acevedo
(Analista)
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