CINE | “La guerra silenciosa”: Lucha de clases

La enconada lucha de clases entre el capital y el trabajo en un contexto de capitalismo salvaje, es el conflictivo y removedor disparador temático de “La guerra silenciosa”, el último film de denuncia del realizador francés Stèphane Brizé.

Este es el sexto largometraje del autor del recordado “El precio de un hombre” (2015), que planteaba el terrible drama de un cincuentón desempleado que no logra insertarse nuevamente en el mercado laboral y es víctima de las casi siempre inhumanas leyes del mercado.

Obviamente, Brizé ha sido siempre un cineasta comprometido, que confiesa sentirse profundamente sensibilizado por la alta tasa de desocupación que existe en su país.

En buena medida, el cine del director trasunta que los problemas del capitalismo central son muy similares a los del capitalismo periférico, con las multinacionales ejerciendo el control de las economías y de las diversas variables del mercado.

En tal sentido, “La guerra silenciosa” plantea temas de candente actualidad y que ocupan un lugar de privilegio en el discurso de los políticos y de los empresarios uruguayos, como la manida competitividad, la rentabilidad y el presunto peso de los costos salariales, entre otros.

Al respecto, no sorprende, en modo alguno, la coincidencia entre las proclamas del gran capital en nuestro país y las de los popes de la economía en el continente europeo, donde los derechos de los trabajadores son también vulnerados por las patronales.

“Quien lucha puede perder, quien no lucha ya ha perdido”, es la reflexión del célebre dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht, que se reproduce al comienzo de la película.

Esa parece ser la consigna de los obreros de la fábrica de autopartes Perrin Industrie, de Agén, Francia, cuya plantilla laboral supera los mil trabajadores.

Se trata de una multinacional alemana que decide cerrar una de las plantas en territorio francés, pese a que, dos años antes, había firmado un convenio que garantizaba a los empleados sus fuentes de trabajo.

En esa oportunidad, los empresarios le habían exigido al personal que se rebajara el salario y renunciara a sus primas, como condición necesaria para mantener la fábrica abierta.

En ese contexto, la flagrante violación de un acuerdo debidamente documentado y la amenaza de cierre que conlleva la desocupación y la angustia de más de un millar de familias, desata naturalmente la ira de los obreros.

Con un formado cuasi documental que contiene abundantes tomas filmadas con tres cámaras en mano, Stèphane Brizé reproduce la escenografía de conflicto entre el sindicato y la patronal, trasuntando la tensión de una situación por cierto dramática.

El protagonista de esta historia –que aunque es ficticia puede ser perfectamente asimilable a la realidad- es Laurent Amedeo (Vincent Lindon), quien encabeza las negociaciones y la ulterior huelga general, con el propósito de forzar a los empresarios a deponer su actitud y asegurar las fuentes de trabajo.

Por supuesto, aparentemente no existen causas fundadas para la desaparición de la unidad productiva, ya que los balances de la empresa son superavitarios y hasta los altos cargos gerenciales han recibido jugosos aumentos salariales.

De todos modos, la ecuación del mercado determina que la empresa debe ser cerrada, acorde con la necesidad de preservar otros negocios del poderoso conglomerado económico.

Las razones de la decisión, muy coincidentes con el discurso del empresariado uruguayo para justificar la desaparición de empleos, son la competitividad y la rentabilidad.

Obviamente, como en otros casos, en el centro de este sistema perverso subyace otro concepto, que es, naturalmente, la apropiación de la plusvalía por parte de los capitalistas.

Con un ritmo de filmación realmente vertiginoso que prioriza lo visual, el cineasta introduce al espectador en una suerte de encarnizada batalla entre el capital y el trabajo.

El propio formato audiovisual, que privilegia el rol de los medios de prensa en la cobertura del enfrentamiento, transforma al observador en una suerte de espectador privilegiado de las tensas reuniones, las asambleas gremiales y las multitudinarias manifestaciones obreras.

En ese marco, la película critica ácidamente el papel de mediador del Estado en las negociaciones bipartitas entre empleados y empleadores, sugiriendo que el sistema es un traje hecho a la medida de los intereses del poder económico.

En tal sentido, también fustiga al Poder Judicial que, en un dictamen discrecional que perjudica a la parte más débil del diferendo, prioriza el derecho a la propiedad sobre el derecho al trabajo, fallando a favor de la empresa y ordenando el violento desalojo de la planta ocupada por los huelguistas.

Una de las secuencias sin dudas cruciales de la película es el encuentro entre la delegación sindical y el propietario alemán de la fábrica, que devine, a la sazón, en una suerte de diálogo de sordos por la intransigencia patronal.

El film denuncia también la ambivalencia de un grupo de sindicalistas que prefieren pactar con los empresarios en beneficio propio, antes de sumarse a la lucha por la dignidad, en una región de Francia donde la desocupación ha causado auténticos estragos.

“La guerra silenciosa” es un drama bien contemporáneo, que desnuda la naturaleza intransferiblemente perversa del sistema de acumulación capitalista en su versión más salvaje.

El director y guionista Stèphane Brizé sabe imprimir a su historia la necesaria tensión dramática, en un relato que no soslaya los entretelones de la vida privada del protagonista.

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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