El eterno conflicto entre la poética visual del arte, la más exultante espiritualidad y la subjetividad creativa constituye el elocuente eje temático de “Van Gogh: en la puerta de la eternidad”, el nuevo film del artista plástico y realizador cinematográfico estadounidense Julian Schnabel.
Este es el cuarto largometraje del sensible y no menos talentoso cineasta norteamericano, recordado por películas de la talla de “Basquiat” (1996), “Antes que anochezca” (2000) y, muy particularmente, por la inconmensurable “La escafandra y la mariposa”. (2007), ganadora del Globo de Oro a la Mejor Película de Habla no Inglesa en su edición 2008.
En esta oportunidad, el laureado director encara nada menos que el desafío de recrear los últimos días de la vida del atormentado pintor post-impresionista holandés Vincent Van Gogh.
Obviamente, la vida y obra del controvertido pero genial artista ha sido recurrentemente abordada en filmes precedentes, como, entre otros, “Sed de Vivir” (1956), del gran Vincent Minelli, “Vincent & Theo” (1990), de Robert Altman, y la más reciente “Loving Vincent” (2017) de Dorota Kobiela y Hugh Welchman, un magistral fresco animado de poética belleza y superlativa estatura dramática.
Por supuesto, es naturalmente inolvidable la recreación del emblemático pintor en uno de los episodios de “Los sueños de Akira Kurosawa” (1990), del magistral maestro japonés. En ese caso, el emblemático protagonista era encarnado por el no menos célebre director cinematográfico neoyorquino Martin Scorsese.
En este nuevo largometraje, la propuesta de Julian Schnabel es ensayar una nueva mirada de sesgo biográfico sobre los últimos días del atribulado artista holandés, con todo lo que ello supone.
En ese contexto, la película pone en tela de juicio la tan arraigada convicción de que Van Gogh se habría auto-eliminado, cuando no existen testimonios, certezas ni evidencias concluyentes del suicidio.
Obviamente, la película está ambientada en Arlés, en el sur de Francia, donde el protagonista –magistralmente encarnado por Willem Dafne, que nominó por este papel al Oscar en la categoría Mejor Actor- vivió los últimos años de su compleja peripecia existencial.
En el escenario geográfico de un paisaje realmente paradisíaco e ideal para plasmar en el lienzo desde una visión cuasi onírica, el pintor padeció el radical rechazo de la población local.
Esa relación conflictiva atribuible a su obsesión por crear una suerte de mundo paralelo en el cual refugiarse -sometido al escrutinio de sus sentidos y de su avasallante talento- lo condujo paulatinamente a un auténtico abismo emocional.
No en vano, fue reiteradamente recluido en hospitales psiquiátricos, maltratado, humillado, degradado y enchalecado, como si se tratara de un demente peligroso.
Uno de los más elocuentes testimonios de esa situación de tensión es la escena en la cual una maestra más bien tonta ((Anne Consigny) y sus insoportables alumnos invaden el espacio de creación de Van Gogh y lo perturban hasta hacerle perder la paciencia.
No menos testimoniales son los fútiles diálogos con un sacerdote (Mads Mikkelsen) que dirige un establecimiento para enfermos mentales, los cuales revelan toda la cuadratura mental y la ceguera dogmática de la religión enfrentada a la espiritualidad puro del genio artístico.
Mediante un lenguaje despojado de eventuales eufemismos, el film narra una historia de terribles privaciones, pobreza e indigencia, que no fue óbice para que el artista plástico desarrollara toda su potencialidad creativa.
En ese marco, la película enfatiza en la relación del pintor con su hermano Theo (Rupert Friend) -que siempre lo sostuvo económicamente con estipendios mínimos que apenas le permitieron sobrevivir -y su vínculo y no menos tortuosa amistad con su emancipado colega Paul Gauguin ((Oscar Isaac).
Esos fueron los únicos vínculos perdurables de Van Gogh, a excepción de algunas personas devenidas en modelos que fueron retratadas, como Madame Ginoux (Emmanuelle Seigner), que es la protagonista del imperecedero cuadro “La Artesiana”.
La película trasunta la abrumadora soledad y el aislamiento voluntario del pintor, que se mimetiza con el propio paisaje para recrearlo y pinta febrilmente como si en ese mero acto compulsivo le fuera la vida.
En ese marco, resulta realmente magistral la estética que congela la belleza de los colores y las formas en el lienzo, desafiando la inexorabilidad del tiempo y perpetuando el genio creativo del paradigmático autor.
La película, que está creada con una superlativa factura cinematográfica desde la dimensión visual, abunda en tomas filmadas con cámara en mano, primeros planos y encuadres concebidos desde la propia subjetividad del protagonista.
Ciertamente, no resulta para nada descabellada la elección Willem Dafne –que tiene 63 años- para interpretar al personaje protagónico, que, cuando sobrevino su muerte en 1890, tenía apenas 37 años de edad. Esa circunstancia permite presentar a un Vincent Van Gogh crepuscular, demacrado, desgastado y física y emocionalmente deteriorado por los padecimientos.
“Van Gogh: en la puerta de la eternidad” es el contundente retrato de los últimos años de vida de un genio artístico incomprendido, marginado y hasta segregado y, a su vez, un revelador ensayo reflexivo que indaga en torno a la siempre imprecisa y subjetiva frontera que separa a la razón de la mera alineación.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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