Nuestra Cancillería estuvo bien en no reconocer a Juan Guaidó. No porque Nicolás Maduro sea bueno ni porque su posición legal sea incuestionable. Entre los criterios para que un gobierno reconozca a otro, figura el que tenga dominio efectivo del territorio, cosa que Maduro sí (quizá por desgracia) y Guaidó no.
Por otro lado, la oposición venezolana, su ex Corte Suprema en el exilio, Trump, Bolsonaro y varios más, presentan el caso de Guaidó como perfectamente constitucional. De ser cierto, sería un argumento interesante, porque podría ser considerado un presidente legal desplazado por la fuerza.
No soy abogado, pero hoy El País publica un cable cuyo título se pregunta si Guaidó puede asumir la presidencia (Diario El País). Menciona, efectivamente el artículo 233 de la Constitución que menciona un mecanismo transitorio para llamar a nuevas elecciones en caso de “falta absoluta” del Presidente. La Asamblea Nacional declaró que la situación se da desde 2017. Pero, como dice el mismo cable, la Constitución acota esa circunstancia casos de muerte o renuncia del jefe de Estado, extremos que no se presentan. No a un simple mal gobierno.
La Constitución venezolana tiene otro mecanismo para sacar al Presidente: la juntada de firmas para un plebiscito de revocación. El tema es que eso se hizo y el gobierno y otros organismos dominados exclusivamente por el madurismo se lo pasaron por las partes. Y que Maduro inventó que la Asamblea Constituyente se convocaba así y que mientras sesiona es un órgano supremo por lo que el Parlamento quedó vaciado de incidencia. Y que luego convocó a una elección presidencial con partidos y candidatos proscritos. Es decir, es un gobierno de facto de Venezuela. Uruguay también hace bien en mantener sus relaciones diplomáticas en los rangos más bajos.
Un empate técnico. De técnica jurídica, supongo, porque no soy jurista. Lo anterior es una introducción a lo que importa.
El problema político es el que duele. ¿Hay salida? ¿Alguna que no sea un desastre total? Quizá ya no.
Hugo Chávez, practicaba la estrategia de confrontar con todo el mundo de enemigo a enemigo. Como adoptó una serie de medidas populares y le tocaron años de precio record del petróleo, continuó ganando elecciones. Pero atrás iba dejando una grieta aparentemente imposible de rellenar. Todos los demás, nacionales y extranjeros, eran enemigos del pueblo, protofascistas, agentes del mal. Del otro lado, como era de esperar, predominaron las orientaciones y personajes menos democráticos, guarimberos y golpistas. Una profecía autocumplida.
La izquierda uruguaya debe asumir su responsabilidad. En su mayoría no enfrentó a Chávez desde el principio como Líber Seregni, quien se negó a recibirlo: “No me reúno con golpistas.” Cuando llegó luego a la presidencia, esta vez por las urnas, Chávez adoptó una serie de políticas que necesariamente tenían que desembocar en corrupción e hiperinflación. Pero el entusiasmo y la dignidad recuperada de los sectores populares venezonanos eran dignos de ser apoyados. No seguía el camino del Frente Amplio para Uruguay, pero nadie limita sus relaciones a los incondicionales. Casi nadie.
Maduro no tiene siquiera el carisma de Chávez y le toco un petróleo en baja, la economía en recesión y, luego, perder elecciones. No tiene siquiera una visión de estado ni capacidad alguna para moverse políticamente. De manera que, cada vez más aislado porque muchas figuras históricas del chavismo se abrieron, se aferró al dólar regulado, a la canasta básica a las familias seleccionadas por fidelidad política y al Ejército, que comenzó a tomar no sólo poder sino también negocios por su cuenta y beneficio. Se aferró a la represión y la violación de la Constitución porque ya no le quedaba con quién hablar para aislar a los adversarios no democráticos. Se aferró a la verborragia sobre el peligro de que termine mal “la Revolución”, como si hubiera algo valioso para conservar. Ya ni se eran capaces de extraer o refinar petróleo. Los venezolanos perdían peso –literalmente, en la balanza– y comenzaron a emigrar por millones.
Hubo mesas de negociación como la que auspician Uruguay y México. Incluso mediadas por delegados del Papa. Pero fueron campeonatos de zancadillas para hacer caer al otro en los que, antes de empezar ya se sabía de qué lado estaba la fuerza. Ambas partes juegan a la polarización.
Intentar resolver la contienda en la calle puede incluir un baño de sangre; pero es difícil que los mandos militares, que ahora entraron en el reparto del pastel, no jueguen hasta el final.
Queda una intervención extranjera. Cuando a principios de este siglo Chávez insultaba un día sí y otro también a George Bush y luego a Barack Obama, sonaba a bravuconería de quién busca unir a su país ante un enemigo con el que los negocios seguían floreciendo. Desde el Norte, un nuevo aspirante a inofensivo payaso del Caribe. Las estrategias internacionales de ambos mandatarios tenían prioridades muy lejanas a América Latina. Trump es un bastante más impredecible y bien puede intentar ganar puntos, y desbloquear a su gobierno, consiguiendo un enemigo nuevo.
Le alcanza con levantar un poco el pie, como dijo Theodore Roosevelt cuando lo acusaron de haber instigado la sublevación que separó a Panamá de Colombia. El agente puede ser un Bolsonaro que se muestra muy activo y belicoso y con aspiraciones de subimperio. E incluso Colombia no tiene ahora el gobierno más sensato. Ambos países tienen presiones fronterizas con la emigración masiva, donde pueden hallar buenas excusas.
Volviendo al principio, la diplomacia uruguaya hizo bien. Pero el futuro de Venezuela no se ve luminoso.
Por Jaime Secco
periodista uruguayo
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