La pobreza extrema, la miseria, la corrupción y la más despiadada degradación humana son los cuatro ejes argumentales de “Crimen en El Cairo”, el estremecedor thriller dramático del realizador sueco de origen egipcio Tarik Saleh, ambientado en un momento clave de la historia contemporánea.
Este es un policial bien negro al estilo de los mejores exponentes del género, pero con la variante que es ambientado nada menos que en Egipto, en tiempos de intensa agitación y mutación política.
Inspirado en el caso real del asesinato de una cantante libanesa en 2008, este relato también es una descardada mirada sobre un país fragmentado socialmente y en decadencia terminal.
En efecto, contrastando con un pasado que le deparó un sitial de esplendoroso auge en la antigüedad, el Egipto de “Crimen en El Cairo” es una nación cuasi devastada, que, desde el comienzo, anticipa un inexorable estallido de contestataria violencia colectiva, previo al derrocamiento, en 2011, del dictador Hosni Mubarak.
Ese es el escenario ambiental de esta tensa intriga, cuyos lenguajes cinematográficos trascienden a la mera fórmula gastronómica del thriller industrial y, en cambio, adoptan sí los códigos del cine testimonial.
No en vano la cámara se enfoca desde el comienzo en panorámicas visiones aéreas, para luego evolucionar hacia espacios más acotados, que captan minuciosamente imágenes de hacinados barrios pobres de inmigrantes y de clastrofóbicos sitios que inhalan y exhalan violencia.
Empero, en ese contexto son groseras las inequidades sociales que contrastan la miseria de personas en situación de calle o que duermen en escaleras de derruidas construcciones, con cinematográficas mansiones que desnudan escandalosos dispendios y vanidades.
En ese contexto, este largometraje, que es una coproducción entre Egipto, Marruecos, Suecia, Dinamarca, Alemania y Francia, es un grotesco retrato sobre una sociedad en estado de descomposición.
El protagonista del relato es Noredin (el actor sueco de ascendiente egipcia Fares Fares), un policía sin escrúpulos que usa el poder de su placa para apropiarse de dineros mal habidos al mejor estilo de los delincuentes que cotidianamente combate.
Su impronta intransferiblemente corrupta aflora desde el comienzo, cuando recorre los barrios amparado por las sombras de la noche recolectando el producto de los sobornos.
En este caso, la inmoralidad está absolutamente naturalizada, ya que el protagonista no es una excepción sino apenas un integrante más de una mafia uniformada e institucionalizada que se dedica a robar, torturar y extorsionar a sus víctimas. Su propio tío, que es una alta jerarquía policial, es un descarado corrupto.
Noredin es un alcohólico y drogadicto empedernido, que vive solo en una modesta morada, donde distribuye su tiempo libre entre el descanso y los estúpidos pasatiempos de una televisión paupérrima que debe observar en un obsoleto aparato de antena aérea. Allí, habitualmente le llegan imágenes tan oscuras, deformes y distorsionadas como su propia existencia.
Empero, el curso de la narración cambia radicalmente, cuando el detective es convocado en un lujoso hotel de 5 estrellas, donde en una de sus habitaciones aparece degollada una cantante de cabaret.
Aunque el homicidio tiene todo el aspecto de un crimen pasional, existen algunos indicios que el autor del delito podría ser un personaje de la alta sociedad egipcia.
No obstante, el caso deviene aun más enigmático, cuando el policía –que es sorpresivamente ascendido de rango- advierte el propósito de las autoridades de archivar el expediente judicial y la participación de los servicios de seguridad lo transforman en un tema de Estado amparado en un estatus de confidencialidad.
También hay un intento de extorsión, ya que el asesinato fue presenciado por una camarera sudanesa que reside en el país en condición irregular y sin la documentación pertinente.
Sin abdicar en modo alguno de su formato policial –que está plausiblemente construido- “Crimen en El Cairo” evoluciona paralelamente hacia la denuncia y, ulteriormente, al testimonio social y político.
En ese marco, mientras el protagonista prosigue la pesquisa para determinar eventuales responsabilidades penales y se registran otros homicidios e intrigas varias, comienzan las primeras protestas callejeras que culminarán, en el marco de la denominada “Primavera árabe”, en el derrocamiento del sangriento dictador Hosni Mubarak, quien detentó el poder absoluto durante más de treinta años.
Corroborando su reconocido oficio narrativo, el director y guionista Tarik Saleh despliega dos escenografías paralelas, donde por un lado se dirime el caso policial y por el otro el alzamiento popular que despunta en la emblemática Plaza Tarhir, en el centro de la capital.
Más allá de meras referencias históricas –que obviamente son tan pertinentes como oportunos- “Crimen en El Cairo” es un film de sesgo testimonial, que denuncia, sin ambages, la corrupción institucionalizada y la absoluta impunidad del poder.
También visibiliza la descarnada desigualdad social, confrontando a la pobreza extrema con la suntuosidad, por ejemplo, de la mansión donde reside un parlamentario sospechoso del crimen.
De todos modos, el film, que posee indudables logros en materia de fotografía, música montaje y obviamente interpretación, es, asimismo,un estupendo exponente del cine policial negro, que abunda en drama, tensión, suspenso, intriga y violencia física y psicológica.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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