“El último traje”: Los estigmas del pasado

La memoria como recreación de la abominable pesadilla de la guerra y de la indescriptible violencia devenida del genocidio y del odio, es la materia temática de “El último traje”, el nuevo y removedor largometraje del director y guionista argentino Pablo Solarz.

Este drama, cuya temática no es habitual en la cinematografía argentina, se adentra en las entrañas mismas del holocausto judío, a través de la peripecia de un sobreviviente de los campos de exterminio nazis.

Inspirándose en la historia personal de un familiar, el cineasta asume el desafío de reconstruir los dispersos fragmentos de memoria de un pueblo terriblemente ultrajado por la patología del odio racial.

Sin soslayar que la propia Argentina tuvo su tragedia durante la última dictadura militar genocida, Solarz construye un relato capaz de conmover pero también de interpelarnos en torno a la condición humana.

En ese contexto, el protagonista de esta historia es Abraham Bursztein (Miguel Ángel Solá), un anciano polaco radicado en la Argentina de 88 años de edad, quien carga sobre sus espaldas con un pasado realmente espeluznante.

En su condición de sobreviviente de la alienación, este hombre asume la necesidad de seguir viviendo con el propósito de cumplir una promesa, por más que esta le demande un esfuerzo que tiene mucho de utopía.

Empero, su precaria situación apura una decisión largamente postergada, cuando es virtualmente expulsado de su casa y condenado a un vivir en un geriátrico por su propia familia.

Las primeras escenas de esta película ya trasuntan el clima de tensión que caracteriza a la relación entre este sastre jubilado y sus descendientes.

Esta insólita coyuntura, que nace de la deleznable tendencia de las sociedades contemporáneas a segregar a los ancianos, constituye el disparador de un relato que deviene en una suerte de aventura.

No en vano para escapar a su infausto destino, el protagonista decide abandonar a quienes le desprecian y viajar a su Polonia natal, a los efectos de reencontrarse con el hombre que le salvó la vida y entregarle un traje como reconocimiento.

Para ello, deberá recorrer media Europa con todos los problemas que ello supone, tanto por su precario estado de salud como por las dificultades para comunicarse con personas desconocidas y en otras lenguas.

En efecto, el itinerario incluirá un vuelo a Madrid, desde donde deberá tomar un tren que le trasladará inicialmente a Francia, luego a Alemania y finalmente a su destino.

Exhibiendo su avasallante talento y su desbordante histrionismo de impronta teatral, Miguel Ángel Solá confiere un extraordinario vuelo dramático a su personaje, no exento, cuando es menester, de humor.

Al respecto, es muy disfrutable el diálogo entre el viajero y un funcionario de la aduana española, quien no se explica como un octogenario viaja solo y menos aun sin pasaje de retorno.

Aunque este film tiene por momentos un formato de comedia, la tragedia está permanentemente presente a través de los recuerdos del protagonista, quien sueña recurrentemente con sus padecimientos pero también con quien le salvó de la muerte en una situación extrema.

Ese imaginario viaje a través de los laberintos del tiempo, se transforma en una suerte de tormento que acompaña a este anciano sastre en cada momento de su existencia.

No obstante, el realizador y guionista desestima de plano toda eventual apelación a la truculencia, empleando otros recursos cinematográficos para recrear la violencia extrema que el anciano pareció en el pasado.

Esa visión desencantada que tiene el protagonista en torno a las relaciones humanas a través de su propia experiencia, comienza a mutar a raíz de las demostraciones de solidaridad de un joven argentino que viaje en el mismo asiento del avión que Abraham, de la regente de un hotel madrileño, de una alemana crítica con el pasado de su país y de una enfermera polaca.

El ágil guión de Pablo Solarz mantiene la atención del espectador, que acompaña la peripecia del protagonista y, por supuesto, hasta puede involucrarse emocionalmente con él.

Obviamente, esta circunstancia constituye un indudable mérito del propio Solá (envejecido veinte años por el maquillaje), quien transforma a su personaje de ficción en un ser realmente querible y entrañable.

Una de las mayores virtudes de este film es plantear una situación dramática sin excederse en efusiones lacrimógenas, como es habitual en películas que abordan esta temática.

Es obvio que, en este caso, el conflicto se dirime en dos escenarios: el terrible pasado del sobreviviente y el no menos complejo presente de alguien que debe lidiar con su vejez, pero también con la marginación a la cual son habitualmente sometidas las personas mayores.

Pablo Solarz resuelve con indudable solvencia este doble dilema, que constituye el hilo conductor de una historia superlativamente removedora.

La excelente fotografía en locaciones de cuatro países, así como la sugestiva y envolvente banda sonora constituyen otros dos capitales de una película que conmueve por su temática y por su resolución cinematográfica.

“El último traje” mixtura el drama con la comedia y hasta con el cine testimonial, en una suerte de inusual road movie que atrapa y hasta compromete al espectador.

Por supuesto, la actuación de Miguel Ángel Solá es realmente exuberante, en un reparto de plausibles desempeños actorales.

 

Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

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