El intenso dolor emocional potenciado por el demoledor peso de culpas no explicitadas y sentimientos soterrados es el tema vertebral que desarrolla “El valle del amor”, el singular largometraje del escritor, guionista y director francés Guillaume Nicloux, que reflexiona sobre desencuentros y amores filiales.
Cineasta osado y por cierto controvertido, Guillaume Nicloux atesora una carrera que le ha otorgado singular visibilidad, con títulos como “Un affaire privado” (2002), “El elegido” (2006), “La religiosa” (2013) y “The end” (2016), entre otros.
Se trata de un creador personalismo, cuyo cine suele privilegiar los universos singulares, lo psicológico, la intriga y hasta lo sobrenatural, en una mixtura que le otorga a su obra particular originalidad.
Tal vez su título más recordado sea “La religiosa”, una suerte de alegato sobre la libertad individual enfrentada al dogmatismo y al fanatismo de una monástica y hermética comunidad religiosa.
En “El valle del amor”, el realizador privilegia nuevamente su reconocida veta mística, para construir un drama que plantea algunos de los más inquietantes dilemas de la condición humana.
Rodada íntegramente en el Valle de la muerte de California, cerca de donde fue filmada las emblemática Zabriskie Point (1970) del autor de culto italiano Michelangelo Antonioni, esta película genera también controversias, por su intrínseca carga de espiritualidad en un tiempo histórico de agnóstica indiferencia e insensibilidad colectiva.
Los protagonistas de este drama son Gérard (Gérard Depardieu) e Isabelle (Isabelle Huppert), dos ex esposos y artistas que deben reunirse luego de una larga separación, a raíz de una contingencia a que a ambos atañe.
Como es notorio, los integrantes de esta estelar pareja del cine francés- que compartieron protagonismo en la inolvidable “Loulou” (1980) – se representan en muy buena medida a sí mismos, lo cual no deja de ser un detalle curioso y trascendente para el ulterior desarrollo del relato.
Se trata, obviamente, de una decisión deliberada del realizador, que se juega todo al avasallante histrionismo de ambos para construir una historia capaz de remover al espectador, aunque no siempre lo logre.
En este caso, el disparador de la narración es emocional, ya que la ex pareja se reúne para compartir el duelo por el suicidio de un hijo, tema bastante recurrente en el cine.
Sin embargo, en este caso particular ambos se reencuentran a instancias de una carta enviada por el fallecido, quien anuncia a sus progenitores que podrán volver a verlo, aunque ello naturalmente sea imposible y contradiga lo meramente racional.
El lugar al cual es convocada la ex pareja es nada menos que el denominado Valle de la muerte”, un inmenso desierto ubicado al sureste de California que, según los experto en temas climáticos, en verano es el lugar más caluroso y seco del planeta, con temperaturas que pueden alcanzar los 58 grados. Sin embargo, en horas de la noche, los registros pueden caer hasta 0 grado.
Allí comparecen los dos agobiados protagonistas a celebrar un ritual que tiene mucho de surrealista y una aventura si se quiere inverosímil pero inspirada en el amor.
Tal vez ese amor que profesan por el hijo muerto no pudo materializarse en el pasado y haya cuentas que saldar desde el punto de vista afectivo.
Esa es la carga emocional que ambos padecen en una situación tan compleja, en la cual naturalmente aflora la culpa como una fantasma y una presencia inquietante.
Por supuesto, los dos lucubran en torno a la decisión extrema adoptada por el vástago de quitarse la vida, cuya motivación no llegan a comprender ni a discernir.
La interrogante que se plantean es si el aciago destino del hijo tiene alguna relación con sentimientos no explicitados o afectividades no bien asumidas.
En tal sentido, el propio desierto asume un significado simbólico, en tanto representa la situación emocional de dos personas devastadas por el inexorable dolor de la pérdida.
El agobiante calor, que a la sazón deviene martirio, es, si se quiere, una suerte de castigo por culpas anidadas en corazones atribulados y devastados por el dolor.
Ese inmenso océano de arena es también una metáfora sobre la desolación, que padecen dos seres desencantados que tienen sobrados motivos para ser infelices.
Incluso, en ambos subyacen otras angustias que van fluyendo en el decurso del relato, transformándose en disparadores de un drama que apunta a impactar directamente en la sensibilidad del espectador.
En este caso, todo el protagonismo es de Gérard Depardieu e Isabelle Huppert, dos auténticas lumbreras del cine francés que han brillado con luz propia en el firmamento del cine universal.
Pese a un guión que padece múltiples altibajos, la presencia de estos dos iconos logra rescatar buena parte de este malogrado proyecto cinematográfico.
En papeles hechos a su medida como no podía ser de otro modo, ambos se lucen ampliamente encarnando a personajes que tiene mucho que ver con su propia peripecia artística y bilógica.
Una mención particular merece la magistral fotografía de Christophe Offenstein, que registra con sentido testimonial el desolador periplo de dos seres abrumados.
No obstante, “El valle del amor” no logra conformar una sólida estructura dramática, que tenga la capacidad de conmovedor al espectador con un tema sin dudas de alta sensibilidad.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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