El angustiante agobio del encierro en un contexto de violencia de origen supuestamente desconocido, es la materia temática que aborda “El bar”, el nuevo opus del realizador bilbaíno Alex de la Iglesia, quien ratifica nuevamente su paleta artística desaforadamente satírica y surrealista.
Desmesurado, anárquico, osado y la vez bizarro, este emblemático cineasta español ha logrado construir una personalidad creativa potente y transgresora, que ciertamente le identifica como un auténtico referente.
Su filmografía, que está plagada de controversias por su permanente apelación a lo fantástico, conoce varios exitosos títulos como “El día de la bestia” (1995), “Perdita Durango” (1997), “La comunidad” (2000), “Crimen ferpecto” (2004), “Balada triste de trompeta” (2010) –sin dudas su mejor película-“La chispa de la vida” (2011) y “Las brujas de Zugarramurdi” (2013), entre otras.
En todos los casos, Alex de la Iglesia desafía al espectador, mediante una creatividad que raya realmente en la provocación y en la construcción de una estética intransferiblemente iconoclasta.
En ese contexto, la filmografía del atrevido cineasta está impregnada de un profundo simbolismo y de abundantes metáforas, que remiten, en la mayoría de los casos, a las recurrentes patologías de la sociedad contemporánea.
Su intrínseca versatilidad la demostró en sus delirios satánicos de “El día de la bestia”, en el escenario de caos generalizado de “La comunidad”, en la visión apocalíptica de sesgo político de “Balada triste de trompeta” y hasta en la vitriólica sátira propuesta en “La chispa de la vida”.
En ese contexto, “El bar”, que es una coproducción hispano-argentina, es una historia que tiene la impronta de su realizador y contiene casi todos los ingredientes que han identificado su cine. El film, que explora el tema de la violencia como una de las expresiones más descarnadas de la sociedad contemporánea, parte de una serie de hipótesis que se van dilucidando en el decurso del relato.
En tal sentido, el propio título de la película alude a un ámbito cerrado, en el cual los personajes deberán permanecer contra su voluntad supuestamente para preservar su integridad física.
No en vano este largometraje ha sido parangonado con “El ángel exterminador” (1962), del gran Luis Buñuel, que narra la peripecia de un grupo de burgueses impedidos de abandonar una mansión que se degradan hasta canibalizarse.
Las primera escenas anticipan el desarrollo de la historia, cuando uno de los comensales, al abandonar el recito, recibe un certero disparo presuntamente efectuado por un francotirador.
Otro tanto sucede con un barrendero que también es abatido, mientras las calles comienzan a vaciarse rápidamente transformando el lugar en un auténtico desierto en pleno día.
Este es el primer golpe de efecto que propone el film, el cual impacta al propio espectador en la medida que trasunta una sensación de encierro, que es por cierto agobiante.
En lo sucesivo, todo transcurrirá en el ambiente opresivo delimitado por esas cuatro paredes, donde un grupo de personas deberá permanecer atrincherado para sobrevivir.
Partiendo de la premisa que “el miedo nos muestra como somos realmente”, tal cual lo expresó el propio Alex de la Iglesia con referencia a su película, la narración discurre en un clima de caos y temor generalizado.
En ese ambiente enrarecido por la angustia, interactúan Elena (Blanca Suárez), Amparo (Terele Pavez), la dueña del lugar, Sátur (Secun de la Rosa), el mozo, y varios clientes: Trini (Cármen Machi), Andrés (Joaquín Climent), Sergio (Alejandro Awada), Nacho (Mario Casas) e Israel (Jaime Ordóñez), quien encarna a un paranoico mendigo.
Este variopinto grupo humano reunido circunstancialmente bajo el mismo techo, representa el mosaico humano de la propia sociedad española del presente, con todas sus manías, sus obsesiones y sus más agudas disfuncionalidades.
En el contexto de esa escenografía cuasi circense, aflora la obtusa mentalidad de una frívola burguesía, la adicción, el fanatismo religioso y hasta mentalidades políticamente reaccionarias. Empero, más allá de las naturales diferentes existentes entre los comensales, el denominador común es el miedo, que -entre naturales conjeturas- deviene en terror.
Aunque la hipótesis más plausible es el fracaso de un experimento científico y la presunción que las autoridades han decidido aislar el área donde se encuentra emplazado el bar, la tensión no exenta de conflictos se incrementa incesantemente ante la posibilidad que el peligro esté dentro y no fuera del acotado espacio físico.
En ese ambiente, emerge lo más degradante y más sórdido de la condición humana, entre delirios apocalípticos, el miedo al terrorismo, el temor a un brote infeccioso de origen desconocido, el egoísmo y la más rampante inmoralidad.
Como es habitual en el cine de Alex de la Iglesia, los personajes son por cierto patéticos y auténticos retratos de una sociedad enferma de miedo en un tiempo de incertidumbre.
“El bar” es una comedia tan negra como radical que narra situaciones extremas, mediante una impronta creativa que enfatiza en el perfil psicológico de personas atribuladas que conviven cotidianamente con sus propios dilemas éticos.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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