La extrema y conflictiva tensión de los vínculos de pareja en un país de rancia cultura represiva y fundamentalista, es el crucial disparador temático de “El viajante”, el gran film del talentoso realizador iraní Asghar Farhadi, ganador del Oscar a la Mejor película de habla no inglesa en 2017.
Como se recordará, en 2012, el director cosechó un globo de Oro y su primer Oscar por “La separación”, la potente historia de un matrimonio que se hace añicos por la decisión de la esposa de iniciar el trámite de divorcio para cumplir su propósito de emigrar junto a su hija. El conflicto se origina por la situación del esposo, quien debe permanecer en su suelo natal para cuidar a su padre enfermo.
La película denuncia –sin ambages- el papel meramente marginal de la mujer, en un país contaminado por el fanatismo de la religión y la supervivencia de un modelo crudamente patriarcal.
Todo el cine de Farhadi está cruzado por ese acento intransferiblemente crítico, que retrata las graves disfuncionalidades de una república islámica que -en lo que atañe a las políticas de género tan arraigadas en otras regiones del planeta- parece anclada en un pasado de vasallaje y sumisión.
Por supuesto, esta situación no tiene ninguna relación con el hostigamiento político y hasta militar de las potencias occidentales, que hostilizan permanentemente a esta nación por su programa nuclear, aunque realmente lo que codician son sus cuantiosos yacimientos de petróleo.
“El viajante” es, sin dudas, una obra mayor, en la medida que indaga nuevamente –con superlativa y exquisita sensibilidad- en las costumbres de una sociedad fragmentada por las radicales diferencias y la segregación.
Es en ese singular contexto ambiental que se desarrolla este relato, que mixtura el drama de naturaleza intimista con una áspera trama de suspenso de alta y removedora tensión.
Los protagonistas de la historia son Emad (Taraneh Alidoosti) y Rana (Shahab Hosseini), quienes integran una joven pareja que debe abandonar el departamento que habitan ante el peligro de un eventual derrumbe, a consecuencia de graves problemas estructurales en sus cimientos.
Aunque el hombre es docente y la mujer una mera ama de casa, ambos comparten una pasión en común: el teatro. En ese contexto, preparan y ensayan nada menos que “Muerte de un viajante”, el emblemático y ácido drama del dramaturgo neoyorquino Arthur Miller.
Como se recordará, este auténtico clásico de la literatura universal-que en este caso opera como una suerte de indirecta metáfora- es una aguda y crítica reflexión de acento dramático sobre el naufragio del denominado “sueño americano”.
Aunque el compulsivo desalojo naturalmente conmueve a los protagonistas, igualmente se presenta como una oportunidad de reformular la relación de pareja en mejores condiciones e incluso de ampliar la familia.
Empero, lo que inicialmente pareció el comienzo de una nueva vida compartida, se transforma, por motivos exógenos, en una experiencia no exenta de complejidades.
No bien ambos se enteran que la anterior inquilina de su nueva casa era supuestamente una prostituta, la convivencia comienza lentamente a horadarse.
A ello se suma un intento de violación perpetrado contra Rana, mientras esta se está duchando. El episodio, naturalmente, modifica las conductas de ambos.
Aunque la mujer –que está visiblemente traumada por la agresión- se niega a denunciar lo sucedido para no recrear tan pesadillesca contingencia, el hombre opta por investigar e identificar al agresor, con un claro propósito de venganza.
En ese contexto, el drama muta en thriller con abundante tensión y suspenso, pese a que el núcleo de la historia se concentra primordialmente en conflictos de larga data y en las añosas disfuncionalidades de la pareja.
El iconoclasta realizador iraní explora las conductas psicológicas del medio social en el cual transcurre esta potente historia, caracterizado por la hipocresía, la mentira y los dobles discursos que encubren creencias y aviesas convicciones.
En esas circunstancias, la víctima del ataque, que supone claramente una forma de degradación, queda en una situación de absoluta indefensión y, si se quiere, hasta de soledad.
Esa caracterización de personajes y ambientes deja al descubierto la cultura de un pueblo crudamente alienado por la religión y de una cultura conservadora que subvierte actitudes y comportamientos.
Por supuesto, esta contingencia desnuda la perversa marginación y desprecio a la que es sometida cotidianamente la mujer en las repúblicas islámicas, que atenta contra los más elementales derechos humanos.
Farhadi administra con superlativa sabiduría esos tensos disensos, que, a la sazón, mutan en dramáticas grietas de la conciencia moral, en una sociedad donde la libertad está jaqueada por severas limitaciones y dogmáticas cortapisas.
“El viajante” es un auténtico catálogo de miserias humanas, que apunta a dirimir los dilemas originados por la radical colisión entre los inmutables preceptos morales de los modelos políticos y religiosos autocráticos, represivos y reaccionarios, y los contenciosos que habitualmente se suelen dirimirse en la intimidad de lo meramente doméstico.
Por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario
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