Trump, la ira de Dios

Hay que detestar la ola de “análisis” que brotan en inmediatamente después de las tragedias. Recordar a todos los que en 2001 nos explicaron los atentados del 11 de setiembre cuando todavía no se sabía bien qué había pasado: políticos, expertos en seguridad, en relaciones internacionales, en religiones, filósofos, artistas, agrónomos, dentistas. Y periodistas, claro.

Pero también comprender esas notas instantáneas, aunque no pueden ser realmente llamadas “pensamiento”. Los editores precisan publicar algo, no pueden salir como si no hubiera pasado nada. Los que escriben, precisan entender y están acostumbrados a pensar con los dedos en el teclado. Algunos, sencillamente precisan decir antes que nadie la idea genial que se les acaba de ocurrir. Y los lectores probablemente quieran leer algo que los reconcilie con el mundo. Seguramente los sitios de noticias hayan recibido hoy miércoles más clicks que de costumbre. Estas notas cumplen una función parecida a la que se atribuye al arte: darle al caos una apariencia de orden.

Así que usted está leyendo esto que estoy escribiendo.

La fecha del 11 de setiembre no fue elegida al azar. El triunfo de Trump es un sacudón de similares proporciones. El baterjaime-secoista Mike Portnoy ya publicó un twitt que juega con las cifras 9/11 y 11/9. En el portal de The New York Times, mientras se iban agregando los datos del escrutinio, ya se mostraba una columna del economista Paul Krugman en la que se pregunta si Estados Unidos un estado y una sociedad fallidos. Ayer de mañana, su página editorial estaba poblada de títulos como “Absorbiendo lo imposible” y “El traumático triunfo de Donald Trump”. Pero no sólo Estados Unidos estaba conmovido; en España, Alberto Garzón, líder de Izquierda Unida, publicó este twitt: “Qué cosas. Hoy 9 de noviembre es el día internacional contra el fascismo y el racismo.” Igualmente shockeados, pero contentos, muchos celebraban; desde la Duma rusa a la ultraderecha indios y los neofascistas griegos.

Queda probada la consternación.

¿Qué decir? Se podría intentar explicar sabiamente por qué tantos trabajadores estadounidenses votaron a una persona así: por el crecimiento extremo de la desigualdad, por la pérdida del sentido de comunidad, etc. Pero eso sería repetir, y suponer cosas que en realidad no se han estudiado. Se podría intentar adivinar qué puede pasar ahora. ¿Saldrán los racistas a hacerse ver como pasó en Inglaterra cuando ganó el Brexit? ¿Se derogará el sistema de seguros médicos? ¿Sufrirán las libertades? ¿Mejorará la relación con Rusia? ¿Afectará eso a Siria? ¿Estados Unidos soltará la mano al gobierno de Irak? ¿Y con Cuba? ¿Seguirá el giro hacia el Pacífico de Obama contra China? ¿Y qué pasará con el comercio? ¿Y con la economía? Nada de eso es seguro, ni siquiera que el personaje que creó Trump para la campaña siga existiendo. Y no todo depende del próximo presidente de Estados Unidos. Sólo se podría afirmarse que los uruguayos conocemos la importancia del conductor, del director técnico.

¿Entonces, qué se puede decir?

Algo sobre la democracia

Quizá algo sobre la democracia.

El economista Daron Acemoglu alertó que la democracia de EEUU está muriendo. La primera impresión es que el resultado del martes es parte de una caída en la calidad de la democracia. En ese debate público informado, representado por personas discrepantes pero serias. Que esto es parte de una ola de populismo xenófobo antoglobalizador y racista y, en definitiva, antidemocrático. Los neoconservadores pueden hoy ser recordados con nostalgia, pero por todos lados aparecen en espejo versiones de populismo de izquierda. Otra vez, hay mil análisis y opiniones para elegir sobre estos fenómenos que adquiere su modelo típico en Europa.

Vamos a seguir este hilo: Andrés Velazco, ex precandidato de la izquierda chilena, recordó estos días que Ralf Dahrendorf, afirmaba que “el populismo es simple, la democracia es compleja.” El 22 de febrero pasado la historiadora Jill Lepore se preguntó directamente en The New Yorker: “¿Las redes sociales produjeron al populismo?” Sin dudas, no son ámbito de la complejidad. Su artículo afirmaba que el sistema estadounidense de partidos, con sus camarillas a las que Trump y Bernie Sanders querían derrocar, son una cadena de montaje de una industria obsoleta. Y que eso se evidencia en la primera campaña en la que por todos lados hay wi-fi.

Razonamientos parecidos parecen hacer algunos de izquierda que hoy no estarán tan descolocados, porque deseaban que ganara Trump. Slavoj Zizek confiaba en que no hay condiciones para que Trump instale una dictadura o cosa similar. Y confiaba en que si ganaba, como lo hizo, la nueva situación impondrá a los dos grandes partidos la obligación de reinventarse. Lo veía como un camino para romper la inercia, el statu quo. No es una ocurrencia para escandalizar. No es una variante del cuanto peor mejor. Si la izquierda no encuentra un camino para la transformación radical de la sociedad, algunos la esperan de un “acontecimiento”, la irrupción de algo que quiebre repentinamente la situación y permita la aparición de algo nuevo.

Hay que coincidir al menos en que, aunque la estabilidad nos tranquilice y tengamos motivos para desconfiar de los advenedizos, no tenemos mayores motivos para luchar por el mantenimiento del sistema estadounidense. Para luchar por un aparato de partidos que dedica sus esfuerzos para proteger su supervivencia e impedir el surgimiento de competencias en lugar de hacerlo por el bien común. En estos días circuló una frase de Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de los EEUU: “La democracia son dos lobos y una oveja votando sobre lo que van a comer”.

Hay otros, en cambio, que precisamente ven lo nuevo en los medios sociales. dicen: el Movimiento Cinco Estrellas no tiene ningún organismo presencial; todo va por Internet, y ganaron Roma y Turín. Están a favor de la aparente inmediatez de la democracia directa y contra la idea de representación. Esta es una posición de moda en parte de la izquierda; indudablemente.

El fondo de este querella entre calidad del debate y cantidad de la participación se parece más al que dio el filósofo francés Jacques Rancière contra colegas -como Alain Badiou- que, según él, “odian la democracia”. Ninguno de ellos aplaude al actual sistema político, pero algunos directamente no creen que un plebiscito nos acerque a un camino emancipador. La voz del pueblo puede prevalecer, pero no es la de Dios.

Es que estas posturas tampoco son nuevas. Nuestros manualcitos liceales, siguiendo a historiadores franceses posteriores a la Revolución, nos enseñaron que en Atenas los demócratas eran los buenos y los aristócratas los malos, como si fueran asuntos contemporáneos. En realidad, hubo una discusión mucho más sutil. Recomiendo leer los debates en el foro de Atenas sobre la conveniencia de matar a todos los habitantes de Mitilene, tal como los presenta Tucídides en el Libro III de su Historia, donde expone con maestría las argumentaciones los bandazos de la asamblea y la desesperación de las figuras más políticas, hasta un final de bandera verde cuando ya habían zarpado los verdugos.

La democracia inmediata suena atractiva: apretar “me gusta”; pero Cinco Estrellas se vio inundado por los escándalos en cuando asumió la alcaldía de Roma. Por otro lado la resolución de la ciudadanía no puede sustituirse por los aparatos partidarios y menos por “la filosofía” o “la ciencia”, está claro. Pero ¿puede la democracia prescindir de los debates, de los acuerdos, de la complejidad? ¿Y cómo se compagina eso con la movilidad y la apertura a lo nuevo? ¿Acaso se puede compaginar?

El triunfo de Trump no deja de ser un desastre de proporciones. Pero tenemos que sacar algo de él: aprender a cuestionar el mundo con más profundidad.

 

Por Jaime Secco
periodista
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